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“As Bestas” – Coescrita y dirigida por Rodrigo Sorogoyen

Inspirada en una historia real, “As Bestas” (Goya 2023 a mejor película) cuenta, en dos tiempos, la historia de Antoine y Olga en una alejada y despoblada aldea de Galicia a la que llegan impulsados por el sueño adolescente de Antoine. La película de Rodrigo Sorogoyen (Goya a la mejor dirección) tiene la virtud de mostrar con una pureza casi quirúrgica el poliedro de emociones que compone la naturaleza humana. El guion moebiano que el director construyó junto a Isabel Peña -y que mereció otro Goya-, hace pasar al espectador de la faz del bien a la del mal, y otra vez a su anverso, sin ahorrarle ni una pizca de la paradoja que los seres humanos representamos, lo que no permite al espectador terminar de tomar parte por ninguno de sus personajes, por horroroso que sea su alter ego. Con una fotografía excelente que hace del ambiente casi otro personaje, la película deslumbra por la excelente dirección de actores que le valió el Goya al mejor actor principal (Denis Ménochet) y al mejor actor de reparto (Luis Zahera). “As betas”, una película que en un perfecto equilibrio entre la narración de lo local y su proyección hacia lo universal, nos interpela sobre la naturaleza humana.

Denis Ménochet y Marina Foïs como Antoine y Olga.

En la primera parte de “As Bestas”, vemos a Denis Ménochet asumir el protagonismo en un papel que le valió merecidísimamente un Goya como mejor actor principal. Profesor de profesión, Antoine vive con su mujer, Olga, de la agricultura ecológica mientras, en su afán de volver a dar vida a la aldea de sus sueños adolescentes, rehabilita casas abandonadas que luego regala. Al mirar las cosas con el prisma romántico de la ilustración, Antoine pone belleza donde no la hay. Se muestra con una ingenuidad en la defensa de sus ideales que inspira hasta ternura, cautivado por la inmensidad verde de esas colinas, una belleza que le ciega respecto de lo árido que recorre ese lugar.

De frente, de izq. a der., Luis Zahera y Denis Ménochet como Xan y Antoine. De espaldas a la derecha Diego Anido como Loren el hermano de Xan.

La construcción del personaje que hacen entre Isabel Peña como guionista y Rodríguez Sorogoyen como guionista y director, triunfa superlativamente en mostrar que el mayor exilio es de la lengua. La trama coloca a Antoine conviviendo con el recelo de los aldeanos quienes, desde su suspicacia, le atribuyen una mirada de superioridad hacia ellos, sin importar los esfuerzos que él haga para mostrarles el camino hasta el “verdadero maná”. El personaje vive así aislado no sólo en la geografía, sino en las ideas. Y no sólo por no hablar bien el idioma sino, porque los aldeanos hacen de su lengua un baluarte que usan para excluirle, no tanto por su arraigo al territorio, sino, más bien, por sentirse encadenados a este. En este punto la película interpela a la vez, cierta condescendencia de una posición intelectual que se ciega por los fundamentos de la misma, como la crueldad de la cerrazón que hace a Antoine objeto de burlas que ni llega a comprender.

De izq. a der., Luis Zahera como Xan, Diego Anido como Loren y Denis Ménochet como Antoine.

Solo le faltaba a este caldo del infierno, el aderezo del dinero para que el caldero acuñe la cicuta del odio. Cuando una eólica quiere comprar los terrenos y Antoine se niega a vender los que le pertenecen, bloquea la única salida que ven sus vecinos de una realidad eternamente igual y esclavizante, desatando un conflicto que se torna tan visceral como bestial. En esta contienda Antoine se topa con Xan, encarnación de una naturaleza humana completamente desafectada de toda sensibilidad y sin ninguna pátina de sublimación. Este personaje que le valió a Luis Zahera el Goya al mejor actor de reparto -que bien podrían nombrarse como en inglés “de soporte” en tanto sin él la tensión de la trama no se sostendría- es un viraje muy noble por parte de los autores, porque alejan el guion del hecho real despejando toda asociación del odio a la enfermedad mental, como no supo hacer cierto sector de la prensa en su momento. En su lugar, los guionistas honran la función de develamiento a la que aspira el arte, mostrando que la maldad pueda anidar en cualquier “vecino”, y, es más, que eso está en el sustrato social.

Marina Foïs como Olga y Denis Ménochet como Antoine.

Hasta su meridiano la película se desarrolla en un duelo de opuestos que se inscribe finalmente en una escena nodal que amarra el destino de unos y otros para siempre. Entonces, cobra protagonismo un tercer personaje. Olga sale a la palestra y toma el timón de la trama. Sin embargo, aquí el duelo es interior. ¿Qué rol ha de asumir esta mujer? ¿Estamos acaso ante otra Antígona capaz de arriesgar su propia vida por hacer justicia? ¿O estamos ante quien es capaz de sostenerse en su lugar como el junco a fuerza de no oponer resistencia al viento, pero sin tampoco dejarse arrasar enraizada al suelo como fuente de trabajo, porque al final tampoco puede huir de ahí sin enfrentar la ruina económica?

Marina Foïs como Olga.

“As bestas”, una película que en un perfecto equilibrio entre la narración de lo local y su proyección hacia lo universal, nos interpela sobre la naturaleza humana. ¿A dónde estaríamos sin la cultura? ¿A dónde estamos a pesar de la cultura? ¿A dónde estamos por la cultura?

Flavia Mercier

“En los márgenes.” Dirección: Juan Diego Botto, con Luis Tosar y Penélope Cruz.

En el ámbito de la medicina, desahuciar a alguien es declarar que ya no le queda esperanza de vida. Otra acepción de la palabra sería “quitarle a alguien toda esperanza de conseguir lo que desea”. Así, desesperados y desamparados, 36 personas al día en España, se quitan el resto de vida que les queda después de recibir una orden de desahucio. “En los márgenes”, ópera prima de Juan Diego Botto como director, pone cara a unas estadísticas que hace mucho tiempo fueron desplazadas de la primera plana de los diarios. Junto con Olga Rodríguez, Botto escribió un drama en clave femenina, en tanto son ellas las que mayoritariamente dan la lucha, cuando los hombres quedan arrojados fuera de los márgenes de la sociedad productiva. Destaca la solidez de todas las interpretaciones, especialmente las de los protagonistas Luis Tosar y Penélope Cruz, así como la del mismo Juan Diego Botto.

Penélope Cruz como Azucena.

Hasta en su polisemia la palabra desahucio dice de un destino fatal, que en el caso de los desalojamientos causa las escalofriantes cifras de 36 suicidios diarios según datos del 2021 de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Si tenemos en cuenta que, según señala la película como epílogo, en España se han producido 400.000 desahucios en la última década y en la actualidad se siguen produciendo unos 100 desahucios al día, estamos hablando de una verdadera hemorragia social.

Luis Tosar como Rafa.

“En los márgenes” la película con la que debuta como director Juan Diego Botto, se acerca -literalmente- a este drama, poniéndole cara. En una sucesión de planos cortos, con una cámara que se mueve al ritmo trepidante de unos personajes a los que se les acaba el tiempo, Botto hace una exquisita dirección de actores, en la que destacan Penélope Cruz y un gran Luis Tosar que prevalece en la difícil tarea de hacer interesante el personaje de “una buena persona”. Atribulado abogado que literalmente “se sacrifica” por lo demás en términos de dinero como de vida personal porque no sabe “hacerse el loco para no mirar lo que ve”.

Penélope Cruz como Azucena y Juan Diego Botto como Manu.

Por otro lado, especial mención merece el duelo interpretativo entre Botto y Cruz cuando discuten la noche antes de un desahucio sobre las formas de afrontar la situación, en lo que parece la puesta en escena del mejor de los estudios sociológicos que pretenda explicar las terribles consecuencias de un sistema económico voraz. Por un lado, hombres que ya no saben quiénes son tras haber sido descartados por un sistema que para acumular riqueza ya no necesita de muchas manos. Hoy basta con el consumo de unos pocos para construir monumentos de ingeniería financiera. Por otro lado, mujeres de las que el sistema extrae una plusvalía de su capacidad de amar y cuidar. Ganancias de las que dan cuentan los boletines bursátiles y económicos que se escuchan como cortina musical de la cotidianidad de las tres historias en clave femenina que propone el guion de Juan Diego Botto y Olga Rodríguez.

Los rostros que el filme pone en la gran pantalla son los de aquellos que pagan la factura que el sistema de poder ha cargado sobre las espaldas de los ciudadanos, empobreciéndolos a la vez que perversamente los culpabiliza por sus circunstancias. Aquellos que han quedado expulsados al extrarradio social y que, como la película destaca, reciben demasiado frecuentemente por respuesta: “No es mi problema”. Los “Nadies” como los llamaba Galeano, y cuyas estadísticas dejaron hace tiempo de interesar, a pesar de que las escalofriantes cifras de suicidios ligadas al drama de los desahucios hablan de una verdadera “epidemia”. O quizás se trate de una liquidación con la que el sistema salda sus “excesos”. “En los márgenes” una película necesaria para que el cine español recupere su vertiente social.

Flavia Mercier

Argentina 1985

Cuando la historia contemporánea está plagada de evidencia en favor de la teoría de Hanna Arendt sobre la banalidad del mal, Santiago Mitre aporta una mirada que rescata un resto de optimismo sobre la naturaleza humana. Del cine se sale pensando que ya no sólo cualquier individuo puede ser capaz de la mayor de las atrocidades, como decía Arendt y como demuestra la propia historia que esta película refleja, sino que también hay personas “comunes” capaces de asumir la responsabilidad ante la cual la historia las coloca, que pueden contribuir a restituir un estado de derecho y justicia.

La mirada que aporta Santiago Mitre tanto desde la dirección como desde el guion que co-escribe con Mariano Llinás, es sin duda la mayor contribución de una película que huyendo de todo morbo e interpretaciones de los hechos históricos, se ajusta estrictamente a la puesta en escena de los mismos. En ese sentido, está muy bien trabajada la interpretación de cada uno de los personajes públicos desde lo fidedigno, principalmente la de Ricardo Darín en el papel del fiscal Julio César Strassera y la de Peter Lanzani en el papel del fiscal adjunto, Luis Moreno Ocampo.

Ricardo Darín en el papel del fiscal Julio César Strassera.

Se muestra así a un Strassera -muy sobriamente interpretado por Darín- que aún con temor a ser usado para oscuras negociaciones, preocupado por la inseguridad que le acosa a él y a sus familiares, y a los testigos que no puede proteger, e incluso cuestionado por alguna de las víctimas y familiares por sus acciones u omisiones durante la dictadura militar, “simplemente” hace el trabajo que le toca hacer: “ser el fiscal del juicio más importante de la historia argentina”, como le dice un Norman Briski enorme a pesar de sus breves apariciones. El fiscal cuenta como puntal con la templanza, admiración y humor de su mujer, interpretada por una ecuánime Alejandra Flechner.

A su lado, un joven e impetuoso Luis Moreno Ocampo -en una muy sólida interpretación de Peter Lanzani- que persigue ganar el juicio más allá de las salas y pasillos de tribunales, sino también en los estudios de televisión porque el tribunal del que quería un veredicto favorable para la joven democracia argentina era el de la opinión pública que aún contaba con muchos defensores del proceso militar, como, según plantea la película, su propia madre.

Peter Lanzani en el papel del fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo.

El guion aporta a estos personajes atribulados por sus propias circunstancias, de pasajes de humor y sarcasmo que sirven tanto para ayudarles a no decaer, como de alivio para el espectador del espanto y repulsión que sobrevuela todo el tiempo la crónica de sucesos, aunque si bien no de forma explícita. Tampoco es necesario, la historia es conocida por todos los que quieren conocerla y reconocerla.

Por otro lado, la película tiene tintes de cine clásico en la que por momentos uno siente transportarse no a la Argentina de 1985, sino a los Estados Unidos de los años ’40 o ‘30, a través de su vasta cinematografía sobre emblemáticos juicios contra el Hampa, como el clásico de Brian de Palma que reflejaba los esfuerzos de los incorruptibles Eliot Ness y su equipo “Los intocables” por atrapar a Al Capone. En “Argentina 1985”, un joven y casi inexperto Luis Moreno Ocampo le presenta al fiscal Strassera la idea de formar un equipo por él mismo como “caballo de troya” dado sus orígenes familiares intensamente ligados al ejército argentino, y algunos jóvenes inexpertos, simples empleados administrativos de la procuraduría, porque eran los únicos miembros del sistema sin anotaciones en el libro de cuentas del pasado.

El filme destaca así también, la titánica labor de este grupo de jóvenes que, siendo entre valientes y atrevidos, recogieron 709 testimonios del horror al que las Juntas militares sometieron a un país actuando de forma que el propio fiscal Strassera calificó de “feroz, clandestina y cobarde”, según resuena en un pasaje.

Se llega así con tintes épicos al alegato final de Strassera y al veredicto, que más allá de las condenas que emitió el tribunal, es proferido por un descollante Santiago Armas Estevarena en el papel de Javier Strassera cuando le dice “Papá, ¡metiste en la cárcel a Videla y a Massera!”, en un guiño del director a las nuevas generaciones.

Y si bien es cierto que los sucesos históricos que vinieron después debilitaron mucho la fuerza de aquella sentencia, aquel “Nunca más” proferido por el fiscal Strassera en nombre del pueblo argentino al final de su alegato, produjo un hito en las consciencias de tantos, incluso de raigambres políticas distintas, que aún hoy sus ecos hacen de barrera a ciertos delirios mesiánicos. Desde este lugar, cabe entonces acordar con los productores (Ricardo y Chino Darín, entre otros) que esta película era necesaria para que los hijos y nietos de aquellos que hoy quedan como testigos del conocido como “Juicio a las Juntas”, conozcan los atroces hechos y así sus ecos, y su función, no se acallen.

Flavia Mercier

Annette -Una película de Léos Carax con Adam Driver y Marion Cotillard

«Annette» muestra la historia mediática y la cara oculta de una pareja entre un popular cómico del “Stand-up” y una célebre cantante de ópera, ambos convertidos por separado en productos del “show business”, por lo cual la pareja y sus avatares, pasa a ser el producto estrella de los “mass media”. La película en formato de ópera rock con visos de sátira, tiene la valentía de abordar temas trágicos huyendo de lugares comunes, lo que a su vez representa una severa crítica a la banalidad con que estos temas son tratados en la actualidad.

«Annette» no es una película para todos los públicos. Por desconcertante, ha provocado críticas que la califican tanto como insufrible como obra maestra. Esta reseña pretende suscribir esta última nominación, precisamente por la facultad de la obra de salirse de todo concierto previo sobre cómo abordar ciertos temas. Si del artista, en tanto creador, se espera que le señale el rumbo al arte que practica, Léos Carax definitivamente no decepciona. Abordar desde un musical, temas tan caros para la contemporaneidad como la violencia de género, sin perder ninguno de los elementos claves que construyen una tragedia ni cargarse ni un ápice de melodrama, dice de un artista de vanguardia. Hace mucho tiempo que no se veía a un director de cine hacer semejante apuesta creativa.

La película en formato de ópera rock está cargada de simbología, consiguiendo trasmitir un decir más allá de los diálogos cantados, a través de cada una de sus imágenes, su musicalidad, hasta incluso de su atmósfera. Toda la pieza desarrolla una crítica severa de la banalidad de la época, digna del género de la sátira, en estos tiempos en que lo que se vuelve espectáculo ya no es lo que pide una visión, sino lo que busca permanentemente provocar la mirada indiscreta.

Vemos así a un enorme Adam Driver -no sólo por su estatura física, sino por su dimensión como actor, a la que ya comienza a acostumbrarnos-, encarnar a un popular cómico monologuista, a quien desde el patio de butacas le festejan todo. Hasta el desprecio que muestra por su propio público, sin ningún gesto por parte de estos de anoticiarse del hecho. No es menor el plano que muestra a Driver como un boxeador rumbo al ring cuando su personaje se prepara para salir a escena.

La película tiene por otro lado, la genialidad de valerse de lo bizarro para mostrar una historia de violencia de género cubriendo todo el prisma de sus matices sin caer en truismos o en lo obvio. La historia de amor se presenta así, como una sátira de “La Bella y la Bestia”, entre una frágil y sutil Marion Cotillad haciendo de la princesa que ha mordido la manzana envenenada -lo que la deja bajo el embrujo de un romanticismo voluntarista que cree que lo puede todo-, y un Adam Dirver como un príncipe que no tiene redención posible de su brutalidad. La película es cruda para mostrar la verdad de este drama, logrando vencer el caer en el recurso fácil de lo morboso. No pierde ni un minuto, ni en sus momentos más trágicos, sus cánones de belleza.

En este sentido, la ambientación bascula entre escenarios naturales y escenografía, según las necesidades de la trama. Es así como los momentos trágicos son ambientados con una escenografía que remite a la puesta en escena de una ópera clásica, al mismo tiempo que la banda sonora resuena como tal. Por otro lado, la fotografía es exquisita, con momentos de sublime belleza, como los encuentros en la cama de la pareja, que parecen ponernos frente a una representación tallada en mármol por Miguel Ángel. Una psyche sin bordes y un eros como metáfora de la ingenuidad.

Por último, en su crítica a los “mass media”, la película aborda algunos otros de los temas más candentes de la actualidad. El movimiento “Me too”, o la transformación de niños y jóvenes en fenómenos para el “show business” por parte de sus propias familias, y el ansia de devorar personas como productos por parte de las masas mediatizadas, que el abordaje de estos temas en la actualidad deja al desnudo.

“Annette”, un objeto de arte a la altura de la obra de grandes directores como Hitchcock, Goddard o David Lynch, a los que Carax suele rendir homenaje.

Maixabel – Dirección de Iciar Bollaín

Blanca Portillo recibe merecidamente el Goya a la mejor actriz por su papel como Maixabel (Lasa) en la película homónima que rinde homenaje a esta maravillosa mujer, y le declara su amor incondicional, y nosotros con ella. La película que trata sobre los encuentros entre la viuda del político vasco, Juan María Jáuregui, asesinado por ETA, y el asesino de su marido (representado por un Luis Tosar colosal), aborda con una sensibilidad exquisita uno de los conflictos humanos más dolorosos. Una película con un duelo de actores, que además del premio a Blanca Portillo se ha llevado también en los últimos Goya, el premio a mejor actriz revelación de la mano de María Cerezuela, y mejor actor de reparto por parte de Urko Olazabal.

La sensibilidad con la que Iciar Bollaín aborda el conflicto vasco desde una de sus aristas más humanas, es exquisita. La división del sujeto que atraviesa a la víctima y al victimario ante el hecho atroz es palpable en todo momento ¿Cómo se sigue viviendo con esa pesada carga, imposible de olvidar porque cada día la devuelve un espejo del horror? ¿Cómo dejar de padecer el duelo por la vida que ya no fue? Vida perdida no sólo del que ya no está, sino de cada uno de los que aún están, pero que por el cruento crimen tuvieron que convertirse en otros que no eligieron ser.

La película narra los encuentros entre Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, y el asesino de éste, un miembro de ETA, en el marco de un programa promovido por presos etarras -y con cierto apoyo judicial- que solicitaban pedir perdón a las víctimas. La trascendencia del acto de Maixabel Lasa reposa sobre el hecho que ella era quien dirigía en aquel momento la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo del País Vasco, muchas de las cuales no estaban de acuerdo con su decisión, por lo que recibió fuertes críticas e, incluso, el repudio de algunas de ellas. De manera similar, el preso etarra que encarna Luis Tosar, Ibon Etxezarreta, también fue aislado en su decisión.

La película tiene diálogos formidables, pero, lo que más dicen, son las miradas. El duelo actoral entre Blanca Portillo y Luis Tosar, aunque esperado de estos dos tremendos actores, es para quedarse adosado a la butaca hasta incluso después de los títulos. Lo que expresan en miradas, gestos, su corporalidad, es de otra dimensión a la que acceden unos pocos elegidos. Por no hablar de María Cerezuela y Urko Olazabal en sus papeles que de secundarios, no tienen nada. De hecho, ambos han sido también premiados en la gala de los Goya: ella como mejor actriz revelación, y él como mejor actor de reparto.

Y por último el tema, el asunto, un «subject» dividido en toda regla: el conflicto vasco y el dolor de un pueblo maravilloso que merece ser hablado, estudiado, analizado, trabajado y elaborado muchas veces más, todavía, para construir algo con tanto sufrimiento, y que tanto dolor pueda ser legado como aprendizaje.

“Drive my car” – coescrita y dirigida por Ryüsuke Hamaguchi

“Drive my car”, nominada en esta edición de los Oscars a mejor película extranjera, así como a mejor película siendo la única de habla no inglesa. Exquisitamente construida a través de los detalles de una fotografía sublime, tiene al silencio y al tiempo como coprotagonistas. Casi imperturbables, el protagonista y la coprotagonista que conduce su coche, se dejan llevar por un presente al que solo los vincula la rutina del día a día. Ambos están raptados por lo inexplicable de un pasado, en un viejo Saab rojo que parece ser símbolo de lo sagrado de ese ayer.

“Drive my car” trata sobre el duelo y sobre aquellos duelos de lo imaginario, ilusiones y delirios, que no habiendo sido tramitados a tiempo emergen cuando se produce un duelo en lo real. “Lo manejo con cuidado porque se nota que lo has cuidado” le dice la choferesa al dueño devenido en pasajero de ese coche. ¡Cuánto cuidado puesto en mantener casi inmutable lo que fue!

Basada en un cuento de Haruki Murakami del libro “Hombres sin mujeres”, la trama está atravesada por la obra de Antón Chéjov, “Tío Vania”, que el protagonista en algunos momentos actúa, en otros dirige, y en otros escucha en voz de su mujer ya muerta, mientras conduce o se deja llevar en su viejo Sabb rojo. Grabado en una cinta de cassette, se escucha el monólogo de Sonia de la obra del célebre dramaturgo, que repite a modo de mantra o letanía, “… hemos sufrido, … hemos llorado, … hemos padecido amargura“; en lo que remite a un más allá de ese texto y que dice “¡Qué se le va a hacer!… ¡Hay que vivir!”.

¿Cómo seguir viviendo cuando el otro se ha ido con todas las respuestas? ¿Qué hacer cuando no se le habían formulado ninguna de las preguntas?

“… suponiendo que viva hasta los sesenta, ¡son todavía trece los que me quedan! (…) ¿Cómo vivir estos trece años?”, dice en algún momento el protagonista en el papel de Vania.

¿Será posible aceptar que ese otro al que conocemos es solo una parte y que hay también otro de ese otro que desconcierta, duele, y se muestra con otros? ¿Será posible ver al otro de uno mismo? ¿Será posible la piedad sobre sí, y también sobre el otro? La piedad podrá coser el velo rasgado de la realidad para que haya un lienzo donde proyectar una vida.

Con una duración de dos horas y cincuenta y nueve minutos, la trama parece más regida por Kairós que por Cronos. Dios de los momentos más que del tiempo, Kariós tiene como vara de medir una tercera dimensión que hace que el tiempo pueda pasar de ser eterno a ser tan fugaz como la arena en las manos de un niño. La dirección de Hamaguchi pone en juego de forma magistral esta dimensión, conduciendo al espectador más allá de ese Saab 900 turbo rojo, a una estación en la que la vida quedó suspendida, donde la sombra del ayer cae sobre los protagonistas en un presente de pura ficción. Así, previo al acontecimiento, el tiempo parece eternizarse a través de diálogos que en la superficie se muestran intrascendentes, con un habla que se ralentiza, con un silencio que puebla ciudades con una estética distópica, o en páramos donde no se ve “un alma”, en las que no se sabe qué época es, símbolos de una realidad en la que una ausencia se impone. Luego se acelera en un atravesar túneles, cruzar puentes y mares, y recorrer largos caminos solitarios. Hasta llegar a detenerse en un campo cubierto de nieve y huérfano de sonidos, en el que finalmente se puede nombrar, al menos en parte, lo hasta entonces silenciado. Y con ese acto, ponerse en marcha.

“Drive my car” es una película de una sensibilidad extraordinaria que los actores manifiestan a través de una expresividad minimalista como maestros en el arte de la sutileza; a propósito de lo cual, destacan el protagonista, Hidetoshi Nishijima, y la coprotagonista, Tôko Miura. Un cine a la altura del “séptimo arte”.

Madres Paralelas – Dirección Pedro Almodóvar.

Una vez más, Pedro Almodóvar aborda el misterio de lo femenino.

Misterio tan complejo y con tantas aristas, que es imposible abordar en una sola pasada. Varias películas y varios pases son necesarios para que empiece a formarse una imagen que diga algo del asunto.

En esta ocasión, como el nombre de la película lo anuncia, Almodóvar aborda ese misterio desde la maternidad. Incluso se podría decir que lo hace desde lo materno.  La película lleva al espectador a interpelar ¿Qué es ser madre? ¿Qué actos la definen? ¿Es lo biológico lo que porta las respuestas o se trata de una función y es la responsabilidad de quién la asume lo que así lo define?

Pero la cosa no queda ahí. Si el espectador logra volverse oyente y escucha el mensaje que resuena entre los fotogramas, si hay apertura en la oreja para hacer una lectura de las imágenes, quizás llega la pregunta que la película vehiculiza, más allá de lo materno: ¿Qué es dar a luz?

A este respecto, la película aborda la cuestión de la verdad como una necesidad y un derecho, tanto para las personas como para los pueblos, de que lo verdadero “salga a la luz”. Muestra cómo lo ocultado se empecina una y otra vez en retornar, hasta que se le hace lugar. Fundamentalmente cuando el velo que lo cubre es un manto de mentiras que pone en juego la existencia, porque en esa trama la vida queda en todo, o en parte, abortada. Entonces se muestra cómo se vuelve necesario un acto que rasgue ese velo para reparar la trama. Así quizás haya algún hilo del que tirar y “otra historia” se pueda alumbrar; ya sea a nivel de historias personales o de una comunidad. Ya que, aun cuando “la” verdad puede ser inalcanzable y sólo a medias pueda nombrársela, una existencia sólo estará a la altura de su potencia cuando incluya algo de lo verdadero.

Trata, así, la película, también de la memoria como derecho. Del derecho al conocimiento de su pasado, al que tiene toda persona para dar sentido a su existencia. De la memoria histórica, a la que tienen derecho los pueblos para poder escribir una historia a la altura de la dignidad de sus muertos. No en vano, Pedro Almodóvar la definió como su película “más política”.

Destacan especialmente las actuaciones de Penélope Cruz y Milena Smit, dentro de un elenco de grandes actrices, como Aitana Sánchez Gijón y algunas habitués del universo Almodovariano.

Producida por “El deseo” y “Sony Pictures España”; “Madres paralelas” no es una película obvia, sino una que dice en el “entre” de su trama(do) mucho más que lo que sus escenas muestran.

Flavia Mercier

Patio de Artistas

El sol finalizó su función. La luna alumbra las sillas que esperan a la vera de un patio en el que la vida fue río y a veces rió. A un lado, una regadera de zinc descansa junto a una maceta cargada de malvones. Acomodo las sillas. Acerco una mesa redonda de patas de hierro y tapa de cerámica. No sé si sus dibujos son azules o la nocturnidad bañada de luna tiñe todo de ese color. Me siento y espero.

En el fondo, una parra trepa uvas por una columna y se extiende por unas guías de pared a pared. Frondosa como un toldo natural protege del sol los mediodías de verano. Debajo, duerme una mesa y un banco de madera largos y unas sillas apiladas.

Sentada, en penumbras, cierro los ojos y abro mi alma a los ecos de otros tiempos. El cuerpo hace de caja de resonancia. Se escuchan risas, cantos, guitarras, discos un poco rayados y aplausos que vienen de otros patios a los que se entra sin necesidad de golpear. Ecos que escriben en la pizarra de la noche una partitura de estrellas, para una nueva función. Otro invitado viene a contarme cómo lo hizo, cómo lo soñó.

No es casual que elija un patio para recibir a los artistas. 

El patio fue escenario de la nena que actuaba frente a primos y abuelos, cuando una sábana que su madre colgaba de la parra hacía de telón.

En esas baldosas quedaron las huellas de los primeros zapateos que aquel, que aún ni soñaba con ser bailarín, aprendió jugando con el abuelo.

Un caño de bronce enverdecido, todavía amurado a la pared, evoca las heridas de esos pies que soñaban vestirse de punta aunque la alcancía estuviera vacía.

Los jazmines que perfuman la medianera fueron testigos de los primeros pasos al ritmo del 2×4 de la niña abrazada a su papá.

El patio fue la sala de ensayos donde él sudó ilusión, bajo la atenta mirada de la madre que pespunteaba de amor y orgullo sus trajes.

De las sombras en los rincones del patio, que tanto le asustaban, otro niño imaginó personajes que hoy pueblan las historias que escribe.

En el patio muchos hicieron sonar los primeros acordes de una guitarra. Aprendieron a bailar, a cantar, a pintar, a actuar. El patio da cuenta del arte como suelo donde apoyarse para ganarse la vida, incluso otra que la predestinada por la novela familiar o por un exterior de puertas cerradas.

Un suelo que sujeta en la caída cuando el vacío que hace lugar al deseo se vuelve abismo. Con el arte, una intensa sed de vida puede darle forma a un vaso o el fuego de un ansia eterna forjar el cincel que esculpe la roca, torciéndole su destino de lava. 

El arte es punto de apoyo en el que la potencia doblega la resistencia. El artista rasga el cielo con su voz o su instrumento y lo divino baña la tierra haciéndola fértil; pone en danza lo que de otro modo daría vueltas siempre en el mismo lugar.

El patio era el lugar de la mesa larga donde se juntaba a comer la familia y los amigos. Lugar de encuentro y recalada. Lugar para “irse por las ramas” de la parra, sentados bajo su sombra. Tardes y noches filósofas en las que se ideaban desde las puestas en escena hasta la vida misma.

El patio dice de nuestras formas de vivenciar los afectos, costumbres cuyos rastros remontan a las tierras de nuestros abuelos; y, en ese sentido, representa un lugar común que aloja “lo común” que hermana a artistas y pueblos.

“Patio de artistas” como lugar muy nuestro que los cobija, es razón del nombre de una revista que quiere ser, ante todo, un espacio de escucha a los artistas. Con “entre-vistas” en las que puedan dar a ver más allá de las palabras. Un tapiz donde, entre preguntas y respuestas, se hilvane cómo se hizo la “a-puesta” en obra. Un espejo cuyos reflejos puedan iluminar el andar de aquellos que hoy juegan en el patio.

Como un foco ilumina el centro de un escenario cuando espera al artista, un haz de luna que se cuela entre las hojas de la parra alumbra el centro del patio. El barrio está tranquilo, un perro ladra a lo lejos. Un vecino escucha tango. La voz rasgada frasea como ninguna: “Uno busca lleno de esperanzas, el camino que sus sueños prometieron a sus ansias…”. Llega mi invitado. Entra sin golpear. Enciendo una guirnalda de luces que bordea la cornisa del patio. Le doy un abrazo y nos sentamos a conversar.

Flavia Mercier