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“La Lección de Anatomía”, de Carlos Mathus. Dirección: Antonio Leiva

Una pieza teatral que cumple 50 años representándose y ha trascendido todas las épocas, todos los actores y todos los públicos, no es fruto del puro azar. “La Lección de Anatomía” se ha ganado por derecho propio que quien no la haya visto aún, vaya a verla. En una serie de escenas “encadenadas”, Carlos Mathus dibujó con su texto una verdadera “disección” de las pasiones y razones humanas para no poder “soltar las cadenas”. Una gran dramaturgia que hoy se enaltece bajo la experta y experimentada mirada de Antonio Leiva, otrora parte del elenco y hoy su director.

Si del latín “ana” es lo que está sobre o arriba; y “tome” es cortar, la anatomía nos hablaría de cortar de arriba a abajo para dejar expuesto el interior. En este caso un mundo de pulsiones reprimidas, o imposibles de reprimir, y su cristalización como síntoma.

La obra comienza mostrando cómo venimos al mundo: desnudos, desprovistos, de ropas y de otros hábitos e investiduras. Escena oportuna de una trama que recorre las distintas instancias de la formación psíquica de un sujeto, y ajustada a un estilo expresionista que vehiculiza el mensaje del autor no sólo con el texto sino fundamentalmente con la corporalidad del actor. Resulta, sin embargo, cuando menos injusto, que este célebre y celebrado desnudo sea lo que más haya trascendido de esta pieza teatral, opacando una gran trama que se teje encadenando escenas de “la vida cotidiana”. Cotidianamente alguien piensa en el suicidio o comete contra sí pequeños actos autolíticos dejándose “morir en vida”; o ignora al otro como si no existiera, sin atender su padecimiento.

Por otro lado, recordemos que la obra fue también en su momento un grito de protesta por la libertad de expresión. ¿Qué mayor libertad de expresión que la de un cuerpo vivo que despliega su belleza? Toda la obra está realizada con una gran belleza. La función de lo bello es justamente la de velar lo que la vista no tolera de ver al desnudo, descarnadamente. Así se podrá abordar, o al menos “bordear” el asunto, sin que produzca horror.

De ese desamparo inicial la obra nos lleva, no sólo través de las distintas instancias de formación psíquicas de un sujeto, sino, sobre todo, de sus fallas. Así se hace plausible cómo el sujeto puede quedar arrinconado en el vértice de las carencias de la función dadora y la función rectora. Se muestra, por ejemplo, cómo una función dadora cuando es ejercida de forma incondicional, puede volverse arrasadora. O cómo una función rectora es ejercida de manera perversa no habilitando el crecimiento de la hija o hijo, cerrándole paso en la cadena sucesoria de la vida, porque abrírselo representaría aceptar la propia finitud. Y como en uno u otro caso, un sujeto queda confinado al lugar de puro objeto.

Así “vamos creciendo” a lo largo de la obra con un sujeto -o con dos o más, según nos hayamos identificado con la historia-, que dependiendo de las investiduras libidinales con las que se recubra se precipitará en un vacío que le resulta puro agujero; o acabará corriendo detrás de las aspiraciones de sus padres, su pareja, las propias o las del sistema. Aspirado de tanto aspirar hasta quedar sin aliento. Vemos también cómo los sujetos van “desmembrándose” como en un ejercicio de anatomía forense, como si su cuerpo se les volviese ajeno, miembro a miembro, hasta llegar a estar ausentes de su propio cuerpo o con un cuerpo deshabitado. O incluso, amputándose como sujeto deseante, no atreviéndose a jugársela, haciendo servir como excusas las imposiciones del “afuera”.

Flavia Mercier asistiendo a una función de la «Lección de Anatomía», bajo la dirección de Antonio Leiva, en el 2019.

Entonces, retomando el comienzo de esta reseña en cuanto al sentido de la palabra “anatomía” y la desnudez del nacimiento, la obra nos lleva a reflexionar que para verdaderamente nacer a una existencia, el corte necesario podría ser aquel que se produjese desde el interior de las envolturas narcisistas con las que nos cubrieron los otros, como “rompiendo el cascarón”, desprendiéndose de esos hábitos y envestiduras ajenas para dejarse habitar por el propio deseo.

Flavia Mercier

“CANCIÓN PARA VOLVER A CASA” de Denise Despeyroux por T de Teatre.

Renata vuelve a la que había sido la casa de su madre en plena crisis existencial, y allí intenta retomar la amistad con Rita y con Greta que 26 años antes había quedado trunca. Desde entonces las tres han abandonado sus carreras de actrices y la potencia de la alegría que en el escenario encontraban. Mientras Renata tiene por delante la tarea de elaborar un duelo, Rita y Greta intentan encontrar algo que las rescate del impasse en el que han quedado sus vidas desde aquel gran éxito de un dramaturgo escocés que ahora anuncia su retirada, y que tuvo a las tres como protagonistas. En medio de su reencuentro, se cruzan con Jonás, un hipnotizador que está pendiente de un juicio por un suceso grave; y que a su vez está acompañado por Valentina, su fiel y devota asistente. A partir del encuentro de los cinco personajes, los enredos, engaños, autoengaños y disparates se multiplican por minuto. El espectador asiste así a una obra que trata con gran humor las distintas formas que adquiere el malestar de la época; hasta que, inesperadamente, una catastrófica coincidencia arremete como un tifón en la escena y ya no hay engaño al que aferrarse…

Escena de «Canción para volver a casa». En escena de izq. a der. Àgata Roca, Marta Pérez y Mamen Duch. Fotografía de Noemí Elías.

Renata, vuelve a la casa materna con un duelo por elaborar, aunque quizás son más de uno los duelos que tenga por elaborar, según deja entrever la trama. Hay algo en este personaje que recuerda a tantos que se aferran a un pensamiento mágico para evitar tramitar aquellas pérdidas consustanciales a la vida, y sobre todo para evitar “desprender…se”. Horrorizados ante la eventualidad de un quebranto, fantasean con ver señales -como si de estrellas que iluminaran la nocturnidad de la vida se tratasen- en lo que en realidad sería necesario podar para que nuevos brotes emerjan.

Rita y Greta no están mejor que Renata. Solo están haciendo “lo que pueden” con sus vidas. Veintiséis años atrás las tres habían tenido mucho éxito como actrices y se ilusionaban con un futuro prometedor. Ilusiones que no incluían el límite con lo real y, por tanto, tampoco un saber-hacer con eso. Hoy por hoy, mientras una cree que unas oposiciones que nunca logra aprobar le aportaran la serenidad que parece irremediablemente haber perdido; la otra disfraza a unos animales domésticos de solución para colmar alguna suerte de vacío que no se termina de nombrar… La obra lo dilucidará a su debido tiempo.

Entonces, el azar que a veces resulta catastrófico -tal que su efecto desequilibra todo forzando a un nuevo equilibrio-, las pone enfrente de Jonás, un hipnotizador o ilusionista -o incluso un “engañador profesional”- y alguien muy atemorizado. Su fiel asistente, Valentina, le pide que no se victimice, pero tampoco sabe cómo frenarlo ni frenarse a sí misma en su empuje a acompañarlo en todo, sin importar el qué ni el cómo. Se suceden los enredos, engaños, autoengaños y disparates, hasta que, inesperadamente, una “catastrófica” coincidencia desata todos los nudos.

Escena de «Canción para volver a casa». En escena de izq. a der.: Mamen Duch, Àgata Roca, Carme Pla y Marta Pérez. Fotografía de Noemí Elías.

La obra aborda distintas formas del malestar que un sujeto puede experimentar cuando no logra responsabilizarse de su deseo; y apunta a mostrarnos cómo un instante basta para que la vida se desbarate, regalándonos, a modo de una gema, una pregunta que nos interpela “¿Quién puede definir con precisión el comienzo de algo?” Es decir, ¿Cómo saber cuándo se gesta lo catastrófico? ¿Cuál será el mal paso que terminará en desvío? ¿Qué y cómo hacer para que el inevitable encuentro con el azar no se precipite en tragedia, sino que pueda devenir hallazgo?

Denise Despeyroux

Divertida, sorprendente y muy inteligente, la pieza teatral escrita y dirigida por Denise Despeyroux y magistralmente interpretada por T de Teatre, con Mamen Duch, Marta Pérez, Carme Pla, Àgata Roca, y Albert Ribalta en escena, resulta una muestra del mejor teatro que hoy se puede ver.

Flavia Mercier

Pundonor. Texto: Andrea Garrote. Codirección: Andrea Garrote y Rafael Spregelburd.

La profesora Claudia Pérez Espinosa vuelve hoy a las aulas. Lo hace tras haber logrado un aprobado en su examen más difícil ante el gran Otro de las redes. Ese mismo que un tiempo atrás fue juez de su escarnio público, cuando se viralizaron las imágenes de un episodio por el que quedó expulsada de las aulas. Regresa de la mano de Michel Foucault, a quien tantas veces ha postulado desde su cátedra explicando la relación entre el saber y el poder, y cómo esta produce subjetividades que conducen al sometimiento cuando los sujetos se hacen objeto de ciertos discursos.

Según se entrevé en la trama, la profesora Claudia Pérez Espinosa padeció un olvido que la dejó en la mira de todos. El suceso podría pensarse como un “acto fallido”, en tanto lo que falló fue la realización de un deseo en acto. Que fuese justo ella que desde su cátedra promueve las ideas de Foucault quien haya sufrido ese “despite”, hace pensar que su propia docilidad ante tanta convención social se le volvió insoportable, revelándose -y tal vez rebelándose- en algo que “se le soltó”. Expuesta a la mirada y a la burla de sus alumnos, la infalible profesora quedó raptada de la escena, como ausente, mientras todo el hecho era registrado.

La primera escena nos trae a Claudia de vuelta a las aulas, luego de haber superado las consecuencias de ese episodio -algo que demostró mediante sus redes sociales-, explicando los fundamentos del poder y, en especial, el binomio saber-poder, piedra fundamental de la teoría de Michael Foucault.

Para Foucault, la Modernidad produjo un cambio en el paradigma del poder. Desde entonces, este se vehiculiza a través de una trama de relaciones estratégicas por las que unos intentan determinar las conductas de otros, quienes a su vez responden resistiéndose a esa determinación o ejerciéndola sobre aquellos. La perpetuación de esa influencia se logra mediante una alianza entre el poder y el saber. Los discursos que son funcionales al ejercicio de dicha influencia son promovidos como portadores de la verdad. En ese sentido, ciertos discursos alientan modelos de vida o roles sociales, determinando subjetividades que “voluntariamente” se sometan a un poder que se consolida como hegemónico. Es decir, dominante. Se transforma así en un biopoder, en tanto las maneras de vivir se ven condicionadas por los discursos que sostienen un statu quo de poder.

La pieza teatral tiene la genialidad de entretejer esta teoría con los usos y abusos que se hacen hoy en día de las redes sociales, llevando al espectador a reflexionar sobre el Pundonor. Del catalán punt d’honor -punto de honor-, se refiere al sentimiento de dignidad personal que se cimenta en el conjunto de características en las que la persona cree que se fundamenta su valía. Es aquel punto que podemos decidir no cruzar, para hacer posible un goce íntimo, para dejar algo “en reserva”. Una reserva de sí mismo que servirá para cuando sea necesario “jugársela” para “ganarse la vida”. Ganancia de vida privada que alguien obtiene cuando se priva de dejar todo publicado, cuando, como en aquel juego de niños en el que había que esconderse, se gana un lugar para refugiarse cuando no se pierde por haber quedado expuesto.

Andrea Garrote en el papel de la profesora Claudia Pérez Espinosa.

Por otro lado, la obra también interpela respecto de cierto goce perverso que se experimenta con la ignominia o la injuria del otro. Una cuestión a la orden del día viendo cómo se trocan las redes en tribunales de una falsa moral, muy funcionales a los discursos hegemónicos. Oscuros y superyoicos, ciertos dioses hoy se instituyen en el discurso mediático como otrora lo hacían en la cultura, según lo que explicaba Freud. Hipócritas adalides tanto de lo políticamente correcto como de las “buenas costumbres”, tanto unos como otros son percibidos como exigiendo castigo. Una sed que es necesario cada tanto calmar, ofreciendo a alguien en ofrenda sacrificial. Dioses del odio, la envidia y la maldad que provocan los rasgos más perversos del sujeto neurótico.

Andrea Garrote con Rafael Spregelburd.

En codirección con Rafael Spregelburd, reconocido actor, director, dramaturgo, escritor y maestro de actores cuyas obras han sido traducidas a varios idiomas, y magistralmente escrita e interpretada por Andrea Garrote -actriz, directora, dramaturga y maestra de actores-, quien nos subyuga con la vehemencia de su personaje, haciéndonos aprender y aprehender las enseñanzas de Foucault. La obra fue ganadora del Premio Konex 2021 como mejor unipersonal de la década y Andrea Garrote fue nominada como mejor actriz protagónica en los Premios Trinidad Guevara 2019. Obra ganadora del premio Teatro XXI a la Mejor Obra Dramática 2019 por GETEA (Grupo de Estudios de Teatro Iberoamericano y Argentino) y ganadora de la Fiesta del Teatro de la Ciudad de Buenos Aires (INT).

Flavia Mercier con Andrea Garrote después de una función de Pundonor, durante la temporada 2019 en Buenos Aires.

Una pieza teatral de plena actualidad para reflexionar sobre algunas de las formas no tan señaladas del odio al otro y al otro de sí.

Flavia Mercier