«Annette» muestra la historia mediática y la cara oculta de una pareja entre un popular cómico del “Stand-up” y una célebre cantante de ópera, ambos convertidos por separado en productos del “show business”, por lo cual la pareja y sus avatares, pasa a ser el producto estrella de los “mass media”. La película en formato de ópera rock con visos de sátira, tiene la valentía de abordar temas trágicos huyendo de lugares comunes, lo que a su vez representa una severa crítica a la banalidad con que estos temas son tratados en la actualidad.
«Annette» no es una película para todos los públicos. Por desconcertante, ha provocado críticas que la califican tanto como insufrible como obra maestra. Esta reseña pretende suscribir esta última nominación, precisamente por la facultad de la obra de salirse de todo concierto previo sobre cómo abordar ciertos temas. Si del artista, en tanto creador, se espera que le señale el rumbo al arte que practica, Léos Carax definitivamente no decepciona. Abordar desde un musical, temas tan caros para la contemporaneidad como la violencia de género, sin perder ninguno de los elementos claves que construyen una tragedia ni cargarse ni un ápice de melodrama, dice de un artista de vanguardia. Hace mucho tiempo que no se veía a un director de cine hacer semejante apuesta creativa.
La película en formato de ópera rock está cargada de simbología, consiguiendo trasmitir un decir más allá de los diálogos cantados, a través de cada una de sus imágenes, su musicalidad, hasta incluso de su atmósfera. Toda la pieza desarrolla una crítica severa de la banalidad de la época, digna del género de la sátira, en estos tiempos en que lo que se vuelve espectáculo ya no es lo que pide una visión, sino lo que busca permanentemente provocar la mirada indiscreta.
Vemos así a un enorme Adam Driver -no sólo por su estatura física, sino por su dimensión como actor, a la que ya comienza a acostumbrarnos-, encarnar a un popular cómico monologuista, a quien desde el patio de butacas le festejan todo. Hasta el desprecio que muestra por su propio público, sin ningún gesto por parte de estos de anoticiarse del hecho. No es menor el plano que muestra a Driver como un boxeador rumbo al ring cuando su personaje se prepara para salir a escena.
La película tiene por otro lado, la genialidad de valerse de lo bizarro para mostrar una historia de violencia de género cubriendo todo el prisma de sus matices sin caer en truismos o en lo obvio. La historia de amor se presenta así, como una sátira de “La Bella y la Bestia”, entre una frágil y sutil Marion Cotillad haciendo de la princesa que ha mordido la manzana envenenada -lo que la deja bajo el embrujo de un romanticismo voluntarista que cree que lo puede todo-, y un Adam Dirver como un príncipe que no tiene redención posible de su brutalidad. La película es cruda para mostrar la verdad de este drama, logrando vencer el caer en el recurso fácil de lo morboso. No pierde ni un minuto, ni en sus momentos más trágicos, sus cánones de belleza.
En este sentido, la ambientación bascula entre escenarios naturales y escenografía, según las necesidades de la trama. Es así como los momentos trágicos son ambientados con una escenografía que remite a la puesta en escena de una ópera clásica, al mismo tiempo que la banda sonora resuena como tal. Por otro lado, la fotografía es exquisita, con momentos de sublime belleza, como los encuentros en la cama de la pareja, que parecen ponernos frente a una representación tallada en mármol por Miguel Ángel. Una psyche sin bordes y un eros como metáfora de la ingenuidad.
Por último, en su crítica a los “mass media”, la película aborda algunos otros de los temas más candentes de la actualidad. El movimiento “Me too”, o la transformación de niños y jóvenes en fenómenos para el “show business” por parte de sus propias familias, y el ansia de devorar personas como productos por parte de las masas mediatizadas, que el abordaje de estos temas en la actualidad deja al desnudo.
“Annette”, un objeto de arte a la altura de la obra de grandes directores como Hitchcock, Goddard o David Lynch, a los que Carax suele rendir homenaje.
Carta de Einstein a Freud del 30 de julio de 1932 1
Caputh, cerca de Potsdam, 30 de julio de 1932
Estimado profesor Freud:
La propuesta de la Liga de las Naciones y de su Instituto Internacional de Cooperación Intelectual en París para que invite a alguien, elegido por mí mismo, a un franco intercambio de ideas sobre cualquier problema de mi elección me brinda una muy grata oportunidad de debatir con usted una cuestión que, tal como están ahora las cosas, parece el más imperioso de todos los problemas que nuestra civilización y la civilización en general debe enfrentar. El problema es este: ¿Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra? Es bien sabido que, con el avance de la ciencia moderna, este ha pasado a ser un asunto de vida o muerte no sólo para algunas personas sino una verdadera amenaza para toda la civilización tal cual la conocemos; sin embargo, pese al empeño que se ha puesto, todo intento de darle solución ha terminado en un lamentable fracaso.
Creo, además, que aquellos que deben abordar más directamente, dadas sus responsabilidades políticas y militares, profesional y prácticamente el problema no hacen sino percatarse cada vez más de su impotencia para ello, y albergan ahora un intenso anhelo de conocer las opiniones de quienes, absorbidos en el quehacer científico, pueden ver los problemas del mundo con la perspectiva que la distancia ofrece. En lo que a mí respecta, el objetivo habitual de mi pensamiento no me lleva a penetrar las oscuridades de la voluntad y el sentimiento humanos. Así pues, en la indagación que ahora se nos ha propuesto, poco puedo hacer más allá de tratar de aclarar la cuestión y, despejando las soluciones más obvias, permitir que usted ilumine el problema con la luz de su vasto saber acerca de la vida pulsional del hombre. Hay ciertos obstáculos psicológicos cuya presencia puede borrosamente vislumbrar un lego en las ciencias del alma, pero cuyas interrelaciones y vicisitudes es incapaz de imaginar; estoy seguro de que usted podrá sugerir métodos educativos, más o menos ajenos al ámbito de la política, para eliminar esos obstáculos.
Por mi parte, siendo inmune a las tendencias nacionalistas, veo personalmente una manera simple de tratar el aspecto superficial (o sea, administrativo) del problema: la creación, con el consenso internacional, de un cuerpo legislativo y judicial para dirimir cualquier conflicto que surgiere entre las naciones. Cada nación debería avenirse a respetar las órdenes emanadas de este cuerpo legislativo, someter toda disputa a su decisión, aceptar sin reserva sus dictámenes y acatar cualquier medida que el tribunal internacional estimare necesaria para la ejecución de sus decretos. Pero aquí, de entrada, me enfrento con una dificultad; un tribunal es una institución humana que, en la medida en que el poder que posee resulta insuficiente para hacer cumplir sus veredictos, es tanto más propenso a que estos últimos sean desvirtuados por presión extrajudicial. Este es un hecho que debemos tener en cuenta; el derecho y el poder van inevitablemente de la mano, y las decisiones jurídicas se aproximan más a una justicia ideal que demanda la comunidad (en cuyo nombre e interés se pronuncian dichos veredictos) que a una justicia real y ello siempre en la medida en que esta tenga un poder efectivo para exigir respeto a su ideal jurídico. Pero en la actualidad estamos lejos de poseer una organización supranacional competente y realmente eficaz para emitir veredictos de autoridad incontestable e imponer el acatamiento absoluto a la ejecución de estos. Me veo llevado, de tal modo, a mi primer axioma: El logro de una seguridad internacional implica la renuncia incondicional, en una cierta medida, de todas las naciones a su libertad de acción, vale decir, a su soberanía, y está claro fuera de toda duda que ningún otro camino puede conducir a esa seguridad.
El escaso éxito que tuvieron, pese a su evidente honestidad, todos los esfuerzos realizados en la última década para alcanzar esta meta no deja lugar a dudas de que hay en juego fuertes factores psicológicos, que paralizan tales esfuerzos. No hay que andar mucho para descubrir algunos de esos factores. El afán de poder que caracteriza a la clase gobernante de todas las naciones es hostil a cualquier limitación de la soberanía nacional. Este hambre de poder político suele medrar gracias a las actividades de otro grupo dominante guiado esta vez por aspiraciones puramente mercenarias, económicas. Pienso especialmente en ese pequeño pero resuelto grupo, activo en toda nación, compuesto de individuos que, indiferentes a las consideraciones y moderaciones sociales, ven en la guerra, en la fabricación y venta de armamentos, nada más que la oportunidad para favorecer sus intereses particulares y extender su autoridad personal.
Ahora bien, reconocer este hecho obvio no es sino el primer paso hacia una apreciación del actual estado de cosas. Otra cuestión se impone de inmediato: ¿Cómo es posible que esta pequeña camarilla someta al servicio de sus ambiciones la voluntad de la mayoría, para la cual el estado de guerra representa pérdidas y sufrimientos? (Al referirme a la mayoría, no excluyo a los soldados de todo rango que han elegido la guerra como profesión en la creencia de que con su servicio defienden los más altos intereses de la raza, y de que el ataque es a menudo el mejor método de defensa.) Una respuesta evidente a esta pregunta parecería ser que la minoría, la clase dominante hoy, tiene bajo su influencia las escuelas y la prensa, y por lo general también la Iglesia [como religión oficial institucionalizada]. Estos servicios a su servicio les permiten dirigir, organizar y gobernar las emociones y sentimientos de las masas, inconscientes como el sujeto sometido a hipnosis de los verdaderos motivos de su acción diferida [la sugestión colectiva], y convertirlas también en un instrumento a su servicio.
Sin embargo, ni aun esta respuesta proporciona una solución completa. De ella surge esta otra pregunta: ¿Cómo es que estos procedimientos logran despertar en los hombres tan salvaje entusiasmo, hasta llevarlos a sacrificar su vida? Sólo hay una contestación posible: porque el hombre tiene dentro de sí un apetito de odio y destrucción [canalizado de esta manera a través de racionalizaciones ideológicas e idealistas]. En épocas normales esta pasión existe en estado latente, y únicamente emerge y se desencadena como acto efectivamente destructivo en circunstancias inusuales; pero es relativamente sencillo ponerla en juego y llevarla hasta su exaltación en el poder de un delirio o una psicosis colectiva. Aquí radica, tal vez, el quid de todo el complejo de factores que estamos considerando, un enigma que el experto en el conocimiento de las pulsiones humanas puede resolver.
Y así llegamos a nuestro último interrogante: ¿Es posible controlar la evolución mental del hombre como para ponerlo a salvo de esas psicosis promotoras de odio y destructividad? En modo alguno pienso aquí solamente en las llamadas «masas analfabetas o iletradas». La experiencia prueba que es más bien la llamada «intelectualidad» la más proclive a estas desastrosas sugestiones colectivas, ya que el intelectual no tiene contacto directo con la vida al desnudo, sino que se topa con esta en su forma sintética más sencilla: sobre la página impresa.
Para terminar: hasta ahora sólo me he referido a las guerras entre naciones, a lo que se conoce como conflictos internacionales. Pero sé muy bien que la pulsión agresiva opera bajo otras formas y en otras circunstancias más restringidas: pienso en las guerras civiles, por ejemplo, que antaño se debían al fervor religioso, y en nuestros días más a factores sociales; o, también, en la persecución de las minorías raciales. No obstante, mi insistencia en la forma más típica, cruel y extravagante, de conflicto entre los hombres ha sido deliberada, pues en este caso se nos ofrece la oportunidad de reflexionar y tal vez descubrir y proponer la manera y los medios de tornar imposibles todos los conflictos armados a gran escala.
Sé que en sus escritos podemos hallar respuestas, explícitas o tácitas, a todos los aspectos de este urgente y absorbente problema. Pero sería para todos nosotros un gran servicio que usted expusiese el problema de la paz mundial a la luz de sus descubrimientos más recientes, porque esa exposición podría muy bien marcar el camino para nuevos y fructíferos modos de acción disuasoria.
Muy atentamente,
Albert Einstein
1.Extraído de la web de la Facultad de Derecho, de la Universidad de la República, Uruguay.
Carta de Freud a Einstein del 2 de septiembre de 1932 2
¿Por qué la guerra?
Viena, septiembre de 1932
Estimado profesor Einstein:
Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno asimismo del interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un problema próximo a los límites de nuestros conocimientos actuales, en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno de nosotros, el físico y el psicoanalista, pudieran abrirse una particular vía de acceso, de suerte que, aun viniendo de distintas procedencias, pudieran encontrarse en un mismo terreno, para tratar desde sus ámbitos respectivos un tema de interés general para el ser humano en sus actuales circunstancias. Con esta algo vaga expectativa me sorprendió usted con el gran problema planteado: ¿Qué puede hacerse para evitar a los hombres el amargo destino de la guerra y protegerlos de sus estragos? En un primer momento me asusté bajo la impresión de mí -a punto estuve de decir de «nuestra»- incompetencia al respecto, pues la cuestión de la guerra me pareció una tarea que compete a la práctica de los políticos y hombres de estado. Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema en tanto que investigador de la Naturaleza y físico, sino por amor a la Humanidad, y respondiendo a la invitación de la Liga de las Naciones, en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo Ártico, cuando asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas sin techo de la Guerra Mundial. Además recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas o soluciones prácticas, sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras en una consideración psicológica o, más estrictamente, psicoanalítica.
Pero también en su carta usted ya ha dicho casi todo lo que puede decirse sobre esto. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber -o conjeturar-.
Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el punto de partida que me parece más adecuado para nuestra indagación. ¿Puedo sustituir la palabra «poder» (“Macht”) por el término, más rotundo y más duro, de «violencia» («Gewalt»)? Derecho y violencia son hoy opuestos [contrarios] para nosotros. Es fácil mostrar que el primero se desarrolló como una forma “más civilizada” desde la segunda, y si nos remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo surgió este fenómeno, la solución se nos presenta sin excesiva dificultad. De todos modos discúlpeme si en lo que sigue cuento, como si fuera una novedad, cosas que todo el mundo, a poco que reflexione al respecto, sabe y admite; es la estructura argumental lógica que quiero dar a mi exposición la que lo hace necesario.
Pues bien, los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante un expediente somero: la violencia, es decir el recurso a la fuerza impositiva sobre otro u otros. Así es en todo el reino animal, del que el hombre haría bien en no excluirse tan fácilmente; además en el caso del animal humano se suman todavía conflictos de opiniones, que pueden alcanzar incluso hasta el máximo grado de la abstracción y que como tales parecerían requerir de otros expedientes para resolverse. En todo caso, esa es una complicación tardía, relativamente reciente. Al comienzo, en las pequeñas hordas humanas primitivas, era la fuerza muscular la que decidía [ante un conflicto de intereses referidos a objetos que no eran compartibles o que no querían compartirse] a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto reforzada, aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza, el más hábil sustituye entonces al más fuerte. Al introducirse las armas, ya la superioridad intelectual o simplemente mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta e incluso a la habilidad, el más listo sustituye entonces al más hábil o al más fuerte; pero, el propósito último [el objetivo final] de la lucha o de la disputa sigue siendo el mismo: una de las partes contendientes, por el daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será obligada a deponer sus pretensiones, sus reivindicaciones o simplemente su antagonismo opositor. Ello naturalmente se conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, o sea, seamos claros, cuando se lo mate. Esto, sin duda, además tiene la doble ventaja de impedir que insista y vuelva a empezar otra vez su oposición, y de que el destino sufrido por él sirva de escarmiento y haga que otros se arredren de seguir su ejemplo y abandonen definitivamente la lucha. Además, la muerte del enemigo satisface una tendencia pulsional que habremos de mencionar más adelante. En algún momento, es posible que este propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que respetando la vida del enemigo, pero manteniéndolo atemorizado, pueda aprovechárselo para realizar servicios útiles para el vencedor, obteniendo así beneficios a su costa y a bajo coste. Entonces la violencia se contentará con someterlo o subyugarlo en vez de matarlo. Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, gracias a la ventaja que de este modo el vencedor puede sacar de la explotación del vencido, pero, desde ese momento el triunfador deberá afrontar y contar con los deseos latentes y el amenazante afán de venganza del vencido, y estar dispuesto de este modo a resignar una parte de su propia seguridad [lo que se ahorró al someterlo deberá gastarlo ahora en vigilarlo y tenerlo a buen recaudo].
He ahí, pues, la situación originaria, el imperio del poder más grande, de la violencia bruta o más o menos refinadamente apoyada en la pericia y el intelecto. Sabemos que este régimen se modificó gradualmente en el curso del desarrollo, y cierto camino llevó de la violencia al derecho. ¿Pero, cuál fue ese camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del hecho de que la fuerza mayor de uno podía ser compensada y vencida por la unión de varios más débiles. «L’union fait la force» [“La union hace la fuerza”]. La violencia [del más fuerte] es reducida, quebrantada y finalmente vencida por la unión de varios aisladamente más débiles, y ahora el poder de estos unidos constituirá el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos pues, que el derecho no es sino el poder de una comunidad. Pero no se olvide que todavía sigue siendo una violencia dispuesta a ejercerse y preparada para dirigirse contra cualquier individuo que se le oponga; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de una comunidad, la de un grupo más o menos numeroso de individuos mancomunados en vistas a un interés compartido. Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo derecho es necesario que se cumpla una condición psicológica. La unión de los muchos, la unidad del grupo asociado tiene que ser suficientemente permanente, duradera para alcanzar los fines a los que sirve. Nada se habría conseguido si se formara puntualmente sólo a fin de combatir a un tipo excesivamente poderoso y se dispersara tras su doblegamiento, pues el próximo que se creyera más fuerte aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría indefinidamente. La comunidad [de Derecho] debe ser conservada de manera permanente, debe organizarse, promulgar decretos, prevenir las sublevaciones temidas, establecer órganos ejecutivos que velen por la observancia de aquellos -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los actos de violencia legales, acordes al derecho, en una suerte de monopolio oficial del uso de la fuerza. En la admisión y el reconocimiento de tal comunidad de intereses y de su administración en grupo, se establecen entre los miembros de ese grupo de hombres unidos ciertos vínculos afectivos, sentimientos comunitarios, incluso gregarios, y es en ellos fundamentalmente en los que estriba su genuina fortaleza, su sólido poder.
Pienso que con esto ya está dado todo lo esencial: el vencimiento de la violencia (die Überwindung der Gewalt) mediante la transferencia del poder (durch Übertragung der Macht) a una unidad mayor, que se mantiene cohesionada por lazos afectivos entre sus miembros. Todo lo demás que sucede después son aplicaciones de detalle y repeticiones [de esta fórmula]. Las circunstancias son simples y este estado de cosas no se complica mientras la comunidad se compone sólo de un número de individuos igualmente fuertes (einer Anzahl gleich starker Individuen). Las leyes de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de usar su fuerza como violencia, a fin de que sea posible la convivencia segura. Pero semejante estado de reposo (Ruhezustand) es concebible sólo en la teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la comunidad real incluye [está formada por] desde un principio elementos de poder desigual (von Anfang an ungleich mächtige Elemente), varones y mujeres [que no gozan de los mismos privilegios en las diferentes culturas, donde la diferencia real se traduce en desigualdad social jerárquica], padres e hijos, y pronto, a consecuencia de guerras y sometimientos, vencedores y vencidos, dominantes y dominados, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de una desigual relación y distribución del poder que impera en su seno [con las consecuentes desigualdades en cuanto al goce de los bienes de la comunidad]; las leyes son hechas por los dominadores y están hechas para ellos, para beneficiar a ese grupo dominante, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos o las ventajas que les proporciona el Derecho al grupo dominado. A partir de ahí existirán en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho (Rechtsunruhe), y, en consecuencia, de la posibilidad de su desarrollo en el establecimiento de nuevas legislaciones. Por un lado y generalmente en primer lugar, algunos individuos entre los amos o dominadores tratarán de eludir las restricciones de vigencia general, para ponerse por encima de las limitaciones vigentes, vale decir, para regresar del imperio del derecho y de la ley común al de la violencia y de la ley del más fuerte; por otro, en segundo lugar, los oprimidos tenderán y se empeñarán constantemente en procurarse más poder y querrán ver reconocido ese fortalecimiento en esos cambios en la ley [que estos hallen eco en el Derecho común], es decir, para avanzar y de acuerdo con esa tendencia progresar, contrariamente, de un Derecho desigual a la igualdad de derechos. Esta última corriente se vuelve particularmente importante o significativa cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede entonces adaptarse [adecuarse] poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a reconocer ese cambio, se llega a la sublevación, a la guerra civil, es decir, a una cancelación transitoria temporal del derecho y a nuevas confrontaciones violentas tras cuyo desenlace pueden ceder su dominio a la institución de un nuevo orden legal, de derecho. Además, hay otra fuente de evolución del derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la debida al desarrollo y la consiguiente transformación cultural de los miembros de la colectividad; pero esta última pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta.
Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho rigiendo una misma colectividad no es posible evitar [y hasta ahora obviamente no ha sido posible en el estado actual de la civilización] la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero las relaciones de mutua dependencia derivadas de las necesidades y fines comunes, de recíproca comunidad que produce la convivencia en un mismo territorio son favorables a la terminación rápida de tales luchas, de modo que bajo esas condiciones aumenta sin cesar la probabilidad de que se recurra a medios no violentos y a soluciones pacíficas para resolver los conflictos inevitables de intereses contrapuestos. Sin embargo, un vistazo a la Historia de la humanidad (ein Blick in die Menschheitsgeschichte) nos muestra una serie continuada de conflictos entre un grupo social y otro u otros, entre unidades mayores y menores, entre asociaciones o grupos sociales, ciudades, municipios, comarcas, linajes, pueblos, naciones, reinos; conflictos que casi invariable y finalmente siempre se deciden mediante la confrontación violenta en menor o mayor grado, decididos por la confrontación bélica de las respectivas fuerzas. Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento completo, la conquista de una de las partes contendientes. No es posible formular un juicio unitario que englobe todas esas guerras de conquista. Algunas (Manche), como las de los mongoles y turcos, sólo llevaron a calamidades y no aportaron sino desgracia; otras, por el contrario, contribuyeron a la transformación de violencia en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden legal zanjaba los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por la expansión creó una Francia próspera y floreciente, pacíficamente unida. Entonces, por paradójico que parezca, tal vez habría que admitir que la guerra no siempre es un medio inadecuado para restablecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores dentro de las cuales un fuerte poder central haría imposible ulteriores guerras en su seno. Pero, en realidad, la guerra no sirve para este fin, pues los resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades de reciente creación vuelven a dividirse y fragmentarse justamente a causa de la escasa coherencia y cohesión que comporta una unión forzada de las partes unidas por la fuerza de la violencia ejercida por aquel poder central. Además, hasta hoy la conquista sólo ha podido crear uniones parciales, incompletas, si bien de mayor extensión que en el pasado, cuyos conflictos internos también más extensos suscitaron, suscitan y, sin duda suscitarán más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia de toda esa tozudez bélica sólo ha sido que la humanidad permute numerosas guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras.
Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que usted alcanzó por un camino más corto. Una prevención segura de las guerras sólo es posible si los hombres se ponen realmente de acuerdo en la institución de un poder central reconocido de este modo y privativo de la violencia, al cual se delegaría la atención y resolución de todos los conflictos de intereses. Evidentemente esta formulación comporta dos condiciones necesarias: (1) la creación efectiva de una instancia superior de esa índole y (2) que se le otorgue [lo cual no quiere decir que tenga efectivamente en todos los casos de conflicto, Freud está hablando de condiciones necesarias, no de condiciones suficientes] el poder suficiente para la consecución eficaz del fin que se pretende con su instauración. De nada valdría una cosa sin la otra, cualquiera de las dos por si sola sería suficiente. Ahora bien, la Liga de las Naciones fue concebida y proyectada como una instancia de este orden [es decir, cumpliría aparentemente la condición 1], pero la otra condición [la condición 2] no ha sido cumplida, pues ella no tiene un poder autónomo y sólo puede recibirlo si los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados, se lo traspasan [confieren] realmente. Y, por el momento parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra. Con todo, se juzgaría erróneamente la institución de la Liga de las Naciones si al menos no se reconociera que estamos ante un ensayo pocas veces emprendido en la Historia de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Se trata de un intento de conquistar la autoridad -es decir, el poder de influir perentoriamente-, que habitualmente descansa en la posesión efectiva del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes idealmente convenientes. Hemos puesto de manifiesto que una comunidad humana se mantiene unida o cohesionada gracias a dos factores: la presión de la violencia (der Zwang der Gewalt) y los lazos afectivos (die Gefülsbindungen) -técnicamente se los llama identificaciones- entre sus miembros. Si falta uno de esos factores, es posible que el otro mantenga la comunidad. Desde luego, las ideas sólo alcanzan predicamento cuando expresan importantes intereses comunes a todos los miembros de la comunidad. Cabe preguntarse entonces por su fuerza. La Historia nos enseña que pudieron ejercer, en efecto, una considerable influencia. Por ejemplo, la idea panhelénica, la consciencia de ser superiores a los bárbaros vecinos, que halló una expresión tan poderosa en las anfictionías, en los oráculos y en las olimpíadas, fue suficientemente fuerte como para suavizar las costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue capaz de impedir disputas bélicas entre las distintas partes constitutivas de la unidad del pueblo griego y ni siquiera para evitar que una ciudad o una confederación de ciudades se aliara con el poderoso enemigo persa en detrimento o perjuicio de otra ciudad rival. Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, sin duda alguna ciertamente bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes ciudades y Estados cristianos del Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en las guerras que libraban entre ellas. Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria. Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la ideología bolchevique podría poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy aún muy lejos de esa meta y quizá eso sólo se conseguiría tras espantosas guerras civiles. Parece, pues, por consiguiente que el intento de sustituir el poder real por el poder de las ideas está hoy por hoy condenado al fracaso. Y se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y que todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia y lleva sus huellas.
Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura que algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que obre en ellos facilitando esta disposición. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo. Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y precisamente en los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus manifestaciones y exteriorizaciones. Permítame exponerle, con este motivo, una parte de la teoría de las pulsiones a la que hemos llegado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones.
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que tienden a conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, ampliando así deliberadamente el concepto popular de sexualidad-, y otras que tienden a destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción (Aggressionstrieb oder Destruktionstrieb). Como usted ve, no es sino la transfiguración teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio, quizá relacionada primordialmente con aquella otra polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en su campo científico. Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones de lo “bueno” y de lo “malo”. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra, y de su acción conjugada y antagónica surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases puede actuar aislada; siempre está ligada –como decimos nosotros: aleada (legiert)– con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para que esta meta pueda alcanzarse. Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión para conseguir su propósito. Análogamente, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión de apoderamiento (Bemächtigungstrieb), para lograr poseer a su objeto. La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus manifestaciones es lo que por tanto tiempo nos impidió discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para posibilitar la acción varios motivos estructurados de esa misma manera. Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor G. Ch. Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles (Bewegungsgründe) por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, “pan-pan-fama” o “fama-fama-pan”». Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie de motivos, nobles y vulgares, de aquellos que se suelen ocultar y que se callan, y de aquellos que no hay reparo en expresar en voz alta. No nos proponemos desnudarlos todos aquí. Ciertamente se cuentan entre ellos el placer de agredir y destruir e innumerables crueldades de la Historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su fuerza. El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita, por supuesto, su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de la Historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales [las diferentes ideologías religiosas, políticas o sociales] sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas (den destruktiven Gelüsten); y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales hubieran predominado en la consciencia, aportándoles los destructivos un refuerzo inconsciente. Ambas cosas son posibles.
Temo abusar de su interés, que se dirige propiamente al motivo práctico de la prevención de las guerras y no a nuestras teorías, como si estas últimas pudieran soslayarse ante la urgencia de el interés primordial. A pesar de ello pienso que valdría la pena detenerse todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad e importancia. Pues bien, con algún monto de especulación hemos llegado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y acaba por producir su descomposición y reconducir la vida al estado de la materia inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan (repräsentieren) las tendencias a la prosecución de la vida. La pulsión de muerte se convierte en pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares. El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena (Das Lebewesen bewahrt sozusagen sein eigenes Leben dadurch, dass es fremdes zerstört), por así decirlo. Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado explicar toda una serie de fenómenos normales y patológicos mediante esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese proceso adquiera una excesiva magnitud; ello es directamente nocivo para la salud propia, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior alivia al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico sobre él, a costa naturalmente del agredido o destruido. Sirva esto como excusa biológica de todas las aspiraciones malignas, odiosas y peligrosas contra las que luchamos. Es preciso admitir que están más próximas a la Naturaleza que nuestra resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y, por cierto una mitología no demasiado alegre. Pero, ¿acaso no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: Nos parece con pocas probabilidades de éxito sino inútil el propósito de eliminar las tendencias agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la Naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta para la satisfacción de sus necesidades, existen tribus cuya vida transcurre pacíficamente y entre los cuales se desconoce la opresión y la agresión. Me resulta ciertamente difícil creerlo, y me gustaría averiguar más acerca de esos seres dichosos. También los bolcheviques esperan, naturalmente en un futuro al parecer no demasiado próximo, hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los miembros de la comunidad. Si eso pudiera conseguirse realmente tal vez, pero me parece que tan sólo es un ideal imaginado. Por mi parte lo considero una bella ilusión. Por el momento ponen el máximo cuidado en su armamento y el gasto militar se lleva una buena parte de su presupuesto, y mantienen unidos a sus partidarios, en buena medida gracias a una creencia ideal proyectada en el futuro y sobretodo al fomento del odio contra un enemigo extranjero que sin duda siempre está ahí dispuesto a fastidiar su bienaventurada sociedad en construcción. Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo las tendencias agresivas humanas; sino de intentar reconducirlas o desviarlas lo suficiente para que no deban encontrar su expresión en la guerra.
Pues bien si partimos de nuestra doctrina mitológica de las pulsiones podemos hallar fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la disposición a la guerra se produce por un desbordamiento de la pulsión de destrucción, lo natural será apelar a su contraria, el Eros. Todo cuanto establezca lazos afectivos entre los hombres no podrá menos que actuar como un antídoto contra la guerra. Tales lazos pueden ser de dos clases. (1) En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque desprovistos de fines sexuales. El psicoanálisis no tiene porqué avergonzarse de hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama al prójimo como a ti mismo». Ahora bien, esto es fácil de decir, fácil de pedir, pero mucho nos tememos de que sea bastante difícil de cumplir, y sobre todo cuando ese prójimo no es precisamente como uno mismo. Y es que la otra clase de lazo afectivo (2) es el que se produce por identificación. Todo lo que establezca importantes relaciones de comunidad [intereses comunes] entre los hombres provocará esos sentimientos compartidos, esas identificaciones. Y sobre ellas descansa en buena parte la estructura de la sociedad humana.
Una queja suya sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la desigualdad innata [es decir, no sociocultural], irremediable como tal, y, por consiguiente no eliminable, entre los seres humanos que se dividan en conductores (in Führer) y conducidos (in Abhängige). Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos decisiones que ellos mismos no podrían o sabrían tomar y a las cuales las más de las veces se someterán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir y debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo (um eine Oberschicht selbständig denkender), que no puedan ser corrompidos y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la dirección de las masas heterónomas. No es preciso demostrar que los abusos de poder del Estado (Staatsgewalt) y la corrupción de sus dirigentes así como la censura de pensamiento o directa o indirectamente la prohibición de pensar decretada por la Iglesia [o las Iglesias e instituciones que tienen sus maestros y doctores que piensan por usted] no favorecen una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional e impulsiva a los juicios de la razón y sus dictados. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más sólida y fundamentada entre los hombres, y ello aun renunciando a los lazos afectivos entre ellos ya sea por realmente inexistentes o prácticamente inconvenientes. Pero una vez más una esperanza tal es con muchísima probabilidad una esperanza utópica. Otras vías para evitar indirectamente la guerra pueden parecer ciertamente más fácilmente transitables, pero tampoco prometen un éxito rápido, pues no parece demasiado fácil pensar en molinos que muelen tan lentamente que uno sin duda se morirá de hambre antes de tener harina.
Como usted ve, no es mucho lo que se logra cuando se pide consejo sobre tareas prácticas urgentes al despistado teórico alejado del mundo y de la vida social. Tal vez esa prisa por concluir sea el producto de una precipitación que no quiere pensar demasiado porque si así lo hiciera perdería la esperanza de solución y su acción carecería de sentido, corriéndose el peligro de que nadie movería un dedo. Así que lo mejor es afanarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano y como buenamente se pueda. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no plantea en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos indignamos y sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una más, y no hay pocas, de las tantas penosas y dolorosas miserias y calamidades de la vida? Es que eso es lo natural, ella parece acorde a la naturaleza, ciertamente lejos del paraíso soñado, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. ¿Por qué nos cuesta tanto partir de, y enfrentar las cosas como son? No se indigne usted de la ironía de mi planteo y de mis preguntas. Tratándose de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a la vida, a su propia vida; porque la guerra destruye vidas humanas prometedoras y llenas de esperanzas; porque coloca al individuo en situaciones que hieren su dignidad y son denigrantes; porque lo obliga a matar a otros, cosa que él no quiere; porque destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. Además, la guerra en su forma actual ya no ofrece oportunidad alguna para cumplir el viejo ideal heroico, y debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción masiva una guerra futura significaría el exterminio no sólo de uno de los contendientes sino de ambos. Todo eso es cierto, ¡quién podría negarlo! y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse al observar que las guerras continúan y que todavía no han sido firmemente condenadas por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, a pesar de lo convincente de esos argumentos, todavía se pueden poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida de ciertos individuos; por otra parte, no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar preparados para defenderse y, por consiguiente armados para la guerra si quieren subsistir. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, pues no es la discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente: creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa [por nuestra impotencia o imposibilidad de hacer otra cosa]. Somos pacifistas porque nos vemos obligados a serlo por razones orgánicas. Entonces nos resulta fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos intelectuales.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización») A este proceso debemos lo mejor que hemos logrado y que hemos llegado a ser y, por cierto, también una buena parte de aquello a raíz de lo cual nos quejamos. Sus causas y orígenes son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues inhibe y perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y las capas retrasadas de la población se multiplican con mayor rapidez que las de elevada cultura. Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; sin duda conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar. Las alteraciones psíquicas no siempre deseables sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de los fines pulsionales y en una creciente limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones que eran placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun desagradables y hasta insoportables; la modificación de nuestras exigencias ideales éticas y estéticas parecen tener un fundamento orgánico. Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen ser los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de las tendencias agresivas, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, las actitudes psíquicas que se nos imponen cada día más por el proceso de la cultura son contradichas de la manera más flagrante y violenta por la guerra, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más, estamos hartos de guerras. La nuestra no es una mera aversión intelectual y afectiva, sino que en nosotros, los pacifistas, se revuelve una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decirlo. Y hasta parece que el rebajamiento estético implícito en la guerra contribuye a nuestra rebelión en grado no menor que sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? Sin duda no es posible decirlo, pero quizá finalmente no sea una esperanza utópica que la influencia de esos dos factores -el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura-, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana y antes de que la humanidad desaparezca de la Tierra como se extinguieron en una época determinada ciertas especies en otro tiempo dominantes. Por qué caminos o rodeos se logre tal vez este fin no podemos colegirlo. Por ahora sólo podemos decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de una cultura que no se funde en la represión pulsional sino en una educación racional de lo pulsional trabaja también contra la guerra.
Lo saludo a usted cordialmente, y le pido disculpas si mi exposición lo ha defraudado y esperaba otra cosa de mí.
Suyo
Sigmund Freud
2Extraído de la web de la Facultad de Derecho, de la Universidad de la República, Uruguay.
Nota de la editora: lo que Freud llama “una educación racional de lo pulsional”, se refiere a la posibilidad de sublimar el empuje hacia lo que hace mal, para reconducirlo hacia algo que hace bien. Es una operación que permite «arrancarle» al sujeto a Tánatos para que se abrace a Eros, al deseo de vivir. Sublimación que tiene por vía regia al arte en sus distintas manifestaciones. Esa es la apuesta de este Patio de Artistas, promover al arte como suelo, base o apoyo para que cada uno pueda ganarse una vida que habilite a convivir en paz.
Con más de 35 años de experiencia como bailarín de tango, Sergio Cortazzo, también maestro y coreógrafo, fue protagonista de algunos de los momentos más inolvidables de la escena tanguera. Son inolvidables sus coreografías de «Gallo Ciego» y «Mala Junta» en «Tango X2» junto a Gachi Fernández, y «Chiqué» con Soledad Rivero. Junto a él, Silvia Carlino, quien, con más de 20 años como bailarina de tango y tras haber bailado con algunos de los más renombrados bailarines, hoy organiza con Sergio una de las milongas más importantes de Italia, la milonga del Club Majestic, donde también llevan adelante su escuela de tango. Una entrevista que respira amor al tango como arte y como expresión cultural que cohesiona una comunidad.
Sergio Cortazzo y Silvia Carlino
Sergio, ¿Cómo te diste cuenta que querías ser bailarín profesional de tango?
Estaba yo estudiando en la “Casa del Tango” de La Plata -donde yo vivía- cuando surgió la posibilidad de participar en una obra de teatro en “La Comedia” (teatro) de la provincia de Buenos Aires, en la que necesitaban una pareja de tango. Era un sainete de Vaccarezza. “Tiempo de firulete”. Durante dos años, estuvimos en gira por la provincia, con músicos y actores, y teniendo un sueldo. Entonces pensé: “¡Ah, se puede vivir de lo que a uno le gusta!”
Recién entonces, me decidí a viajar a Buenos Aires para dedicarme más en serio. En esa gira descubrí esa gran pasión que hasta entonces veía en los músicos o en los actores, y que tienen las personas que hacen lo que les gusta. Para trabajar de artista necesitas esa gran pasión, si no, no se aguanta. Te pagan mal, los trabajos son inestables, es muy duro el camino. Tenés que tener muy claro que te gusta, para seguir a pesar de las adversidades.
¿Y qué te impulsó, antes de querer ser profesional, a aprender a bailar tango?
Resulta que yo estudiaba ingeniería, y como en ingeniería había pocas mujeres, pensé: “tengo que hacer algo o voy a morir virgen” (risas)
No, hablando en serio, la verdad es que es un poco inexplicable. En mi casa había unos discos de tango, pero no se escuchaba mucho. Mis padres no bailaban ni eran artistas. Mi padre es doctor en sociología económica y mi madre psicóloga. Igualmente, me ayudaron mucho.
Tal vez fue en un viaje por Latinoamérica en el que la gente me decía “Ah, Argentina. Tango”. Ahí sentí que el tango era algo para sentirse orgulloso. Yo nunca me sentí muy orgulloso como argentino. Después que lo escuché a Alfonsín decir “la casa está en orden”, me volví bastante escéptico. La Argentina está llena de contradicciones y a veces no da para estar muy orgulloso. Pero el tango nos ha dado esa posibilidad a todos los bailarines que estamos fuera.
«Eso es tango, bailar con una persona y hacerla sentir bien. No “usarla” para hacer pasos y mostrar a los demás qué grande sos.»
Sergio Cortazzo
Y así, cuando ya tenía unos 22 años, decidí ir a “La Casa del tango”, me informé y empecé a tomar clases. Formamos un grupo con el que salíamos y nos juntábamos a bailar tango. Así me di cuenta que me gustaba bailar, pero todavía no tenía la valentía de dejar ingeniería y dedicarme exclusivamente al tango. No sé si no tenía la valentía, o simplemente no se me ocurría porque en aquella época en La Plata había muy poco tango y yo ni me imaginaba que podía ser una profesión. Fue con el tiempo, cuando ya estaba en Buenos Aires, que me decidí a dejar la carrera porque quería dedicar todo mi tiempo a formarme como bailarín de tango.
En lo referente a la danza o lo artístico, ¿estudiabas algo más que tango?
Al tiempo de empezar a bailar tango empecé a estudiar un poco de actuación también. Y una vez que ya estaba en Buenos Aires, cuando decidí que quería ser bailarín profesional decidí estudiar un poco de ballet clásico para mejorar los movimientos, el cuerpo. Tomé clases de clásico y también de contemporáneo durante dos o tres años.
«…en lo referente a lo expresivo se han perdido un modo de aprender las cosas que influye mucho en el hecho artístico. El proceso de aprendizaje es mucho más frío, no entran las sensaciones. No entran “las vivencias” (con énfasis) que se obtienen por aprender de un modo más artesanal, más “humano”, incluso se podría decir.»
Sergio Cortazzo
¿Quiénes fueron tus maestros de tango?
Pupi Castello, Juan Bruno, Gustavo Naveira, Pepito Avellaneda, Antonio Todaro, Mingo Pugliese.
¡Ah! Nadie… perfil bajo… (risas) ¿Y cómo era aprender con ellos?
Ellos estaban muy entusiasmados con que hubiera gente joven que le gustara el tango y nos dedicaban mucha más atención que a los “habitués”. Nosotros íbamos a las clases “por amor al tango”, se podría decir, por el gusto de aprender. No pensábamos ni en viajar, ni en trabajar, porque eso no existía en aquel momento. Pensá que estamos hablando de una época en que nadie se imaginaba que el tango iba a explotar en todo el mundo e iba a ser lo que es ahora. En aquel entonces como mucho trabajabas en alguna casa de tango y con suerte te podía tocar algún viaje a Japón. Recién empezaba Tango Argentino. Obviamente la pedagogía era la que era, no te explicaban mucho, pero uno se daba cuenta que ellos hacían un esfuerzo por trasmitírtelo.
Imagino que esa posición debe tener una consecuencia en los tiempos de aprendizaje. Entiendo que cuando uno estudia por placer, no tiene apuro en aprender, o en obtener resultados rápidos.
Sí, efectivamente era así. Además, puede ser que uno terminara copiando algún movimiento del maestro, pero en general uno intentaba hacerlo a su manera. En cambio, ahora que, como vos decís, se buscan resultados rápidos, el camino es copiar al maestro o un video por YouTube. Eso es lo más rápido. Se piensa que copiando los pasos del maestro que tiene más popularidad, se va tener trabajo y en poco tiempo.
Los videos tampoco existían antes. Entonces, otra cosa linda era que si vos querías saber cómo bailaba un milonguero, tenías que ir a verlo a la milonga. Agarrabas el volante o panfleto en el que se anunciaba cuando se presentaba, te tomabas el “bondi” (autobús) y te ibas cuarenta minutos o más hasta la milonga. Tenías que ir en búsqueda de lo que querías, no lo tenías al alcance de un click, en la computadora o en un celular. En aquella época tenías que grabar el instante en la memoria. Si no lo practicabas enseguida no te quedaba. Tampoco podías grabarte para después mirarte. Teníamos que ir a la clase del milonguero y preguntarle lo que no nos salía. Y después nos juntábamos a practicar o pasarnos unos pasos. Todas esas “dificultades” ponían a prueba cuánto de verdad te gustaba esto. Había mucha solidaridad, no había casi competencia, porque tampoco había mucho para competir. Ninguno de nosotros tenía en la cabeza la salida laboral. De hecho, éramos un poco inconscientes: le estábamos dando mucho tiempo a algo que no sabíamos si iba a tener una salida laboral.
¿Cómo se traducen en el escenario o en las exhibiciones esas diferencias en los procesos de aprendizajes?
A mí me parece que hoy hay gente técnicamente muy buena pero no tanto interpretativamente. La calidad técnica es muy superior a la calidad expresiva, ahora. Tienen muchas posibilidades para estudiar con mucho detenimiento y muy en detalle los pasos. Pueden parar un video, y avanzarlo y retrocederlo cuantas veces sea necesario. Pero en lo referente a lo expresivo se han perdido un modo de aprender las cosas que influye mucho en el hecho artístico. El proceso de aprendizaje es mucho más frío, no entran las sensaciones. No entran “las vivencias” (con énfasis) que se obtienen por aprender de un modo más artesanal, más “humano”, incluso se podría decir.
Se podría decir que ustedes, de alguna manera, en aquella época, a la vez que iban desarrollando su baile iban construyendo el artista dentro de cada uno. Se iban encontrando a sí mismo y con eso qué quería cada uno expresar.
Sergio Cortazzo y Silvia Carlino
¿Y vos Silvia? ¿Cómo empezaste con el tango? ¿O con la danza?
Yo empecé de muy chiquitita con ballet. A los 8 años ya bailaba. Y lo dejé definitivamente cuando tenía unos 23. Una escuela buenísima de acá de Napoli, con un nivel muy alto. Pero la verdad es que me desilusionó muchísimo el clásico. Además, tampoco tengo cuerpo para ballet. Mi cuerpo es el de una tanguera. Sílfide, digamos que, nunca fui (risas).
Bailé también un poco de contemporáneo e hice un poco de teatro. En aquella época hice también algún que otro espectáculo, tanto de contemporáneo, como de clásico, como teatro. Durante un tiempo también enseñaba a los más pequeños, o armaba el espectáculo de fin de curso de una escuela primaria.
Pero la verdad es que no me gustaba, y lo dejé. Durante mucho tiempo estuve sin bailar o sin trabajar de la danza. Trabajaba con mi mamá en una tienda de ropa, y descubrí que la moda me gustaba muchísimo. Yo dibujaba algunos diseños, algún vestido de novia, aunque no había ido a la escuela de diseño. Sin embargo, yo sabía que eso no era definitivo en mi camino, ni la tienda ni la moda. Sabía que algo iba a pasar.
Y un día me llegó por error una revista a la tienda, en la que justo en la primera página había una foto de una pareja de tango, y la bailarina se veía maravillosa. No me acuerdo quién era. Era todo un artículo sobre Buenos Aires. Me puse a leerlo y al final había un pequeño anuncio de una escuela de danza donde se enseñaba tango. ¡Y quedaba casi al lado de mi casa! Así que ahí mismo decidí ir y unos pocos días después ya empecé a tomar clases. Me pareció que me podía gustar. Estamos hablando de 22 años atrás, no había tantos videos como ahora para ver de qué se trataba.
¿Y cómo llegaste, de leer un artículo en una revista, a organizar una de las milongas más importantes de Italia?
Bueno, empecé primero a buscar dónde a aprender a bailar tango. Primero recorriendo Italia buscando a argentinos que lo enseñaran, porque en Napoli no había muchos. Tampoco había muchos maestros como ahora, aunque los bailarines empezaban a viajar y a venir a Europa. Fui yendo a los festivales. Hasta que un día pensé: “Tengo que ir a Buenos Aires a tomar clases”. Y así lo hice. Me acuerdo que la primera vez me fueron a buscar a Ezeiza, Josep y Teresa (Josep Morera y Teresa Herrero Aubanell, organizadores durante muchos años de una de las milongas más conocidas de Barcelona) que yo los había conocido en el Festival de Napoli. Ellos me aconsejaban dónde ir, con quien tomar clases. Tomé clases con todos. Empezaba al mediodía hasta la medianoche y después iba a bailar, a bailar, y a bailar… siempre. Todavía me acuerdo la sensación increíble que tuve en mi primera milonga en Buenos Aires, en Canning. Hasta que un día empecé a trabajar acá en Italia con distintos bailarines.
Después nos conocimos con él (Sergio) que vino tres años seguidos al Festival de Napoli. Nos conocimos en el segundo. Como él hacía muchas giras en esos años por Europa, empezamos a viajar para vernos. Hasta que vino a vivir acá a Napoli y empezamos a trabajar y a enseñar juntos. Un día los propietarios del Club Majestic, que les gustaba como trabajábamos, que confiaban en nuestra manera de enseñar y entender el tango, nos plantearon la posibilidad de llevar a su club nuestra escuela y organizar la milonga. Y decidimos aceptar. La verdad es que hasta que llegó la pandemia nos iba bastante bien, habíamos organizado un montón de espectáculos, trajimos un montón de artistas y orquestas. Ahora hay que remontarla.
«Yo estaba encantada, con los bailarines bailando con música en vivo. Esa cosa de la ronda, improvisando todos juntos, cada uno con su baile, todos diferentes, y armoniosamente. ¿Cómo hacen?, me preguntaba yo. Parecía mágico. Y esa fue la magia que me hizo tomarme un avión para ir al otro lado del mundo.»
Silvia Carlino
¿Qué era lo que te atrapaba del tango?
La música. De entrada, fue lo que más me atrapó. Y después fue el vestuario en las exhibiciones. Como a mí me gustaba todo lo de la moda. Me acuerdo el primer festival que yo vi, que fue acá en Napoli y lo organizaba Miguel Angel Zotto, con el apoyo de la Comuna, y con estrellas internacionales del tango que venían directamente desde la Argentina. Vino él y la Mantiñán (Alejandra) con Missé (Gabriel), Teté, Eduardo y Gloria Arquimbau, Facundo (Posadas) y Kely, y la orquesta en vivo. Yo estaba encantada, con los bailarines bailando con música en vivo. Esa cosa de la ronda, improvisando todos juntos, cada uno con su baile, todos diferentes, y armoniosamente. ¿Cómo hacen?, me preguntaba yo. Parecía mágico. Y esa fue la magia que me hizo tomarme un avión para ir al otro lado del mundo.
Un deseo muy decidido Silvia
Sergio Cortazzo y Silvia Carlino
Y vos, Sergio, ¿cómo siguió tu carrera profesional, después de aquella primera experiencia con el elenco de “La Comedia”?
Empecé muy de abajo, poco a poco. Primero en el “Bar Sur” bailando de 10 de la noche hasta la 4:30 de la madrugada, entre las mesas, con un pianista que nos acompañaba. Después en “Los dos pianitos”. Luego en el ballet de “Casablanca”. Finalmente, en el espectáculo de “La Ventana” tuve mi primera oportunidad como pareja solista.
(Silvia): ¿Y el espectáculo ese que trasmitieron hace un mes atrás? Es que no se acuerda, como no le gusta darse importancia… Te cuento: hace un mes atrás proyectaron un espectáculo (“La Milonga”) en el que el bailaba con Pupi (Castello) Imaginate un espectáculo de aquella época que está grabado, fue algo importante. Aparte de Pupi, estaban todos los milongueros importantes. Estaba Mingo Pugliese, Marta Antón, el “Alemán” (Roberto Tonet), Pocho Pizarro, y muchos más. Yo me quería matar cuando lo vi porque se lo podría haber mostrado a los alumnos, haberles mostrado “quién es él”. Pero no, porque él no le da importancia.
Pero es que él está por el placer de bailar, por amor al tango, como cuando empezó (risas) Y después Sergio, ¿cómo siguió?
Llegó finalmente mi primer viaje a Japón. Yo llevaba tiempo preguntándome cuando me iba a tocar ir a Japón, porque en esa época era como recibirse (graduarse). Y yo veía que todos iban y a mí no me tocaba. Hasta que me propusieron esta gira con una orquesta dirigida por un pianista de La Plata, con un cantor, y tres parejas.
Después vino “Tango X2” y ahí sentí que había llegado a “la selección nacional”, aunque en esa época estaba también “Tango Argentino” que era mundialmente muy famoso. Pero, para los milongueros “Tango X2” era la selección, porque reflejaba mejor el tango más auténtico, el de la milonga. “Tango Argentino” era más estereotipado. Sin desmerecerlo.
«Esos momentos representan una gran satisfacción para mí, porque yo bailé en el espectáculo que les gustaba a todos los milongueros y encima les gustaba lo que yo hacía.»
Sergio Cortazzo
También estuve bastante tiempo en “Tangokinesis”, con Ana María Stekelman, al principio. Y mucho después llegó “Tango Metrópolis” con Claudio Hoffman y Pilar Álvarez, donde ya bailaba con Soledad Rivero. Esas fueron las compañías con las que más tiempo trabajé. Y mientras tanto, siempre seguí trabajando en las Casas de tango.
¿Y cómo fue esa experiencia de fusión entre el tango y la danza contemporánea (Tangokinesis)?
Y… al principio yo pensaba “cuando me vean los milongueros me van a decir de todo”. Pero, la verdad es que nosotros con Gachi (Fernández) aprendimos muchísimo de Ana: de la puesta en escena, del modo de presentar un hecho artístico, las diagonales, toda la cuestión coreográfica. Para nosotros fue una gran experiencia. Fue un abrir la cabeza sin perder el origen. Fue un sumar sin perder lo que uno quería hacer. Porque era un material bastante tanguero, en cuanto a pasos, pero con músicas “extrañas”. Por ahí bailabas tiros (disparos), puertas que se cerraban, “Libertango” en la versión de Grace Jones. Fue la posibilidad de sumar lenguajes diferentes y una visión diferente del tango. Creo que para su época fue muy original. Bueno, sigue siendo muy original. Hoy hay gente que cree que innova y cae en lugares comunes. Para innovar hay que previamente investigar lo que se hizo antes para no caer en el recurso fácil que es el mismo de siempre. Y conocer bien a fondo ese arte que querés renovar. Piazzolla antes de renovar el tango, tocó con Troilo.
Sergio Cortazzo y Silvia Carlino
«Para innovar hay que previamente investigar lo que se hizo antes para no caer en el recurso fácil que es el mismo de siempre. Y conocer bien a fondo ese arte que querés renovar. Piazzolla antes de renovar el tango, tocó con Troilo.»
Sergio Cortazzo
¿Cómo ves al tango escenario, hoy por hoy? Hay poco, ¿te preocupa?
Yo creo que se va a producir un vacío generacional. Al tango escenario lo mantienen vivo las Casas de tango y el Campeonato Mundial, pero fuera de eso no hay mucho trabajo, no hay muchos espectáculos o giras de tango.
Además, hay muy pocos bailarines que puedan hacer bien las dos cosas. Hay bailarines de escenario que cuando los ves intentar improvisar en una milonga, pensás, “estos no saben bailar tango”, porque sólo están acostumbrados a hacer coreografías. Y, por otro lado, ves bailarines de exhibición, muchos son grandes bailarines, que tienen mucho éxito, pero los ponés en un escenario y desaparecen, o no trasmiten, muestran pasos, no es un hecho artístico. Para mí son bailarines que se quedaron un poco, que no han hecho todo el recorrido que podían, porque hacen sólo eso, en parte porque ya casi no hay compañías de tango.
También porque se entró en una vorágine de viajar, de ganar dinero, de bienestar económico que no permite ver más allá del día a día; y hay muchos bailarines profesionales que quizás sienten que “ya llegaron” y no siguen formándose, no se preocupan por progresar más como artistas. Quizás sienten que bajan de nivel si toman clases con otro, o que ya no lo necesitan si todo está funcionando bien. Lo que pasa es que uno ve a un bailarín que está bien dotado y que tiene mucho potencial, mucho camino por recorrer y le gustaría que lo intente. Yo creo que cuando uno hace una exhibición, aunque sea en una milonga, tiene que ser un hecho artístico. Uno no tiene que bailar sólo para mostrar pasos porque eso te da alumnos, sino para trasmitir algo más.
Mencionaste tanto a Gachi Fernández como a Soledad Rivero como compañeras de baile. Con ambas formaste parejas muy importantes, que dejaron momentos emblemáticos del tango escenario. ¿Cómo se hace para dejar una pareja y formar otra y que “funcione” igual de bien en el escenario, teniendo estilos diferentes?
La verdad es que con Soledad Rivero nos complementamos rápidamente. El período durante el cual formé pareja con ella fue muy intenso y productivo. Hicimos innumerables giras. Una de las más importantes fue como coreógrafos de los campeones de tango escenario en Japón y Taiwán, durante tres meses. Fue un verdadero placer trabajar con Soledad.
Hablando de momentos importantes ¿Qué momentos tenés guardados en tu memoria como los más significativos?
No sé, … La verdad es que como artista no vivo anclado en el pasado diciendo: “Ay, yo bailé para…”. No sé, no le doy importancia. O: “Yo bailé en el City Center de New York”.
¿Lo hiciste?
Sí con “Tango X2” …. Tampoco estoy todo el rato hablando de que hay dos artículos de un periódico de Nueva York que me nombran. ¿Cómo se llama? Ay, no me sale… el New York… Times.
(Silvia): ¡No, Sergio, no te nombran solamente! ¡Son dos artículos del New York Times sobre vos y sobre Gachi como dos estrellas maravillosas, dos bailarines increíbles! Perdoname, ¡pero yo me levanto y me voy (con tono sarcástico)! … Le cuesta hablar de él…
(Sergio): Bueno, está bien, a lo mejor algún día se lo cuento a mi nieto, pero, qué sé yo, no le doy importancia.
Está bien, pero la pregunta apuntaba a algo que fuera especial “para vos”, algo que “a vos” te haya emocionado mucho, o que te haya impactado.
Si te tengo que contar un momento de mi vida profesional que me haya producido una linda sensación, te tengo que hablar de cuando hacíamos “Tango X2” en el Teatro Avenida. Los miércoles era con entrada a mitad de precio. Y durante tres o cuatro meses que duró la temporada, todos los miércoles estaba lleno de milongueros, de gente de tango, que incluso volvían dos o tres veces a ver el espectáculo. Y al final nos daban un aplauso infernal a todos, y especialmente a mí en muchos momentos. Uno de los mejores momentos del espectáculo era el tango que hacíamos nosotros (“Mala Junta” con Gachi Fernández). Esos momentos representan una gran satisfacción para mí, porque yo bailé en el espectáculo que les gustaba a todos los milongueros y encima les gustaba lo que yo hacía. O sea, estábamos bailando para un público experto y encima nos aplaudían como locos.
«Yo creo que cuando uno hace una exhibición, aunque sea en una milonga, tiene que ser un hecho artístico. Uno no tiene que bailar sólo para mostrar pasos porque eso te da alumnos, sino para trasmitir algo más.»
Sergio Cortazzo
Está claro que a vos lo que te conmueve es lo artístico, no la fama ¿Hay un Sergio más allá del Sergio Cortazzo artista?
(Silvia): Él es solamente un artista. No sabe hacer otra cosa. No puede.
(Sergio): Yo fuera del escenario o de la pista no tengo nada ver con cómo soy bailando. El tango me permite expresar otra cosa, mucho más que lo que puedo expresar con palabras. A mí la palabra me cuesta. Yo encontré en el tango un modo de expresión.
(Silvia): La palabra no es lo suyo. Fijate que él también es muy bueno como mimo, o imitando es genial. Hay un video de él, famosísimo, imitando a Pupi.
Sergio Cortazzo y Silvia Carlino.
Sergio, después de 35 años en el tango, cuando das clases ¿qué es lo que más te importa trasmitir?
Una cosa que a nosotros nos preocupa y que acá en Italia, en Europa, es difícil, es trasmitir el sentimiento tanguero. Es de lo más difícil, sobre todo si los extranjeros no van a Buenos Aires. Aunque Buenos Aires cambió mucho también. Me refiero a lo que se siente cuando uno entra a una milonga, ciertas formas, invitar a la mujer a bailar de una manera, intentar comunicarse con la compañera, no sólo hacer pasos, hacer sentir bien a la persona. Eso es tango, bailar con una persona y hacerla sentir bien. No “usarla” para hacer pasos y mostrar a los demás qué grande sos. Está muy exhibicionista el tango últimamente. Pero, claro, es difícil para los extranjeros entender el tango más allá de unas destrezas de movimientos, porque tampoco tienen siempre buenos ejemplos. Si un extranjero ve que el maestro sólo hace eso, se va a preguntar ¿para qué me tengo yo que preocupar por otra cosa?
Sergio Cortazzo y Silvia Carlino con Flavia Mercier durante la entrevista online.
Nuestra satisfacción es que los alumnos que se quedan con nosotros son gente respetuosa, con cierta sensibilidad, que sabe estar en la milonga, divertirse, baila para disfrutar, incluso muchos terminan siendo amigos entre ellos. Eso es una satisfacción porque, con un poco de tango, uno también trasmite una forma de relacionarse, de compartir.
Muchas gracias a los dos, Silvia, Sergio, ha sido una charla “encantadora”. De esas que una se queda pensando.
Podríamos pensar el estilo como aquellos matices que el artista le imprime a su obra por lo que le afecta instándole a desplegar eso afectado en arte. El estilo resulta, entonces, de una serie de elecciones, en tanto se prefiere algún rasgo, gesto, o movimiento, entre otros. Se trataría de una elección que pone en juego lo íntimo y que se expresa en una manera propia de sí. Por añadidura, su público se va conformado por aquellos que se conmueven con esos detalles destacados.
Si pensamos en las artes populares como el tango, podríamos definirlo en términos de un “destilado de aromas y gustos” que le da un sabor singular al baile, o a la interpretación musical, y que siempre remite a la tierra como símbolo de lo fundante de ese arte. Cabe recordar que es gracias a los tiempos de cocción y de reposo que el sabor resulta de la amalgama de ingredientes, destilando un aroma que despierta las ganas. De igual manera, un conjunto de elementos técnicos, por excelentes que sean no serán suficientes para generar un estilo propio si no se le da el tiempo para que este decante. La obra de arte, o la composición coreográfica, no es más que un objeto desprendido de lo verdadero para el artista y determinado por un deseo de avivar las “emociones” de aquellos a los que se dirige.
Sergio Cortazzo dice que se está perdiendo expresividad o calidad interpretativa, a pesar de que se ha ganado una gran calidad técnica en el baile. Advierte que el proceso de aprendizaje, tal como se da hoy en día, no está funcionando del todo. Nos dice, además, que a la vez que este se ha tecnificado se ha vuelto “más frío” dejando fuera “las vivencias” del proceso. Parte de lo pedagógico parece haberse perdido.
En sus orígenes, la figura del pedagogo era la del que acompañaba al niño o niña a la escuela. Lo pedagógico, entonces, sería el acompañamiento por parte del maestro de un recorrido que el estudiante o discípulo tiene que realizar por sí mismo. Es en el trayecto que este irá conociendo sus propios límites y poniendo a prueba su deseo, porque -como también señala Sergio- son las dificultades las que lo ponen a prueba y el camino es muy duro y no es sin una gran pasión que se lo puede recorrer. Así opera el obstáculo al deseo o a las ganas, provocando la creatividad para inventar recursos que permiten sortearlo, y allí se despliega la potencia de ese artista. La función del maestro será la de dar apoyo mientras acompaña, a modo de un andamio que podrá retirarse cuando la casa de los conocimientos se asiente sobre unos cimientos sólidos y la estructura se disponga de tal manera que sea un sitio habitable, un lugar donde habitar. Esa mano que guía no la podrá dar nunca una plataforma digital cargada de videos.
Blanca Portillo recibe merecidamente el Goya a la mejor actriz por su papel como Maixabel (Lasa) en la película homónima que rinde homenaje a esta maravillosa mujer, y le declara su amor incondicional, y nosotros con ella. La película que trata sobre los encuentros entre la viuda del político vasco, Juan María Jáuregui, asesinado por ETA, y el asesino de su marido (representado por un Luis Tosar colosal), aborda con una sensibilidad exquisita uno de los conflictos humanos más dolorosos. Una película con un duelo de actores, que además del premio a Blanca Portillo se ha llevado también en los últimos Goya, el premio a mejor actriz revelación de la mano de María Cerezuela, y mejor actor de reparto por parte de Urko Olazabal.
La sensibilidad con la que Iciar Bollaín aborda el conflicto vasco desde una de sus aristas más humanas, es exquisita. La división del sujeto que atraviesa a la víctima y al victimario ante el hecho atroz es palpable en todo momento ¿Cómo se sigue viviendo con esa pesada carga, imposible de olvidar porque cada día la devuelve un espejo del horror? ¿Cómo dejar de padecer el duelo por la vida que ya no fue? Vida perdida no sólo del que ya no está, sino de cada uno de los que aún están, pero que por el cruento crimen tuvieron que convertirse en otros que no eligieron ser.
La película narra los encuentros entre Maixabel Lasa, viuda de Juan María Jáuregui, y el asesino de éste, un miembro de ETA, en el marco de un programa promovido por presos etarras -y con cierto apoyo judicial- que solicitaban pedir perdón a las víctimas. La trascendencia del acto de Maixabel Lasa reposa sobre el hecho que ella era quien dirigía en aquel momento la Oficina de Atención a las Víctimas del Terrorismo del País Vasco, muchas de las cuales no estaban de acuerdo con su decisión, por lo que recibió fuertes críticas e, incluso, el repudio de algunas de ellas. De manera similar, el preso etarra que encarna Luis Tosar, Ibon Etxezarreta, también fue aislado en su decisión.
La película tiene diálogos formidables, pero, lo que más dicen, son las miradas. El duelo actoral entre Blanca Portillo y Luis Tosar, aunque esperado de estos dos tremendos actores, es para quedarse adosado a la butaca hasta incluso después de los títulos. Lo que expresan en miradas, gestos, su corporalidad, es de otra dimensión a la que acceden unos pocos elegidos. Por no hablar de María Cerezuela y Urko Olazabal en sus papeles que de secundarios, no tienen nada. De hecho, ambos han sido también premiados en la gala de los Goya: ella como mejor actriz revelación, y él como mejor actor de reparto.
Y por último el tema, el asunto, un «subject» dividido en toda regla: el conflicto vasco y el dolor de un pueblo maravilloso que merece ser hablado, estudiado, analizado, trabajado y elaborado muchas veces más, todavía, para construir algo con tanto sufrimiento, y que tanto dolor pueda ser legado como aprendizaje.
“Drive my car”, nominada en esta edición de los Oscars a mejor película extranjera, así como a mejor película siendo la única de habla no inglesa. Exquisitamente construida a través de los detalles de una fotografía sublime, tiene al silencio y al tiempo como coprotagonistas.Casi imperturbables, el protagonista y la coprotagonista que conduce su coche, se dejan llevar por un presente al que solo los vincula la rutina del día a día. Ambos están raptados por lo inexplicable de un pasado, en un viejo Saab rojo que parece ser símbolo de lo sagrado de ese ayer.
“Drive my car” trata sobre el duelo y sobre aquellos duelos de lo imaginario, ilusiones y delirios, que no habiendo sido tramitados a tiempo emergen cuando se produce un duelo en lo real. “Lo manejo con cuidado porque se nota que lo has cuidado” le dice la choferesa al dueño devenido en pasajero de ese coche. ¡Cuánto cuidado puesto en mantener casi inmutable lo que fue!
Basada en un cuento de Haruki Murakami del libro “Hombres sin mujeres”, la trama está atravesada por la obra de Antón Chéjov, “Tío Vania”, que el protagonista en algunos momentos actúa, en otros dirige, y en otros escucha en voz de su mujer ya muerta, mientras conduce o se deja llevar en su viejo Sabb rojo. Grabado en una cinta de cassette, se escucha el monólogo de Sonia de la obra del célebre dramaturgo, que repite a modo de mantra o letanía, “… hemos sufrido, … hemos llorado, … hemos padecido amargura“; en lo que remite a un más allá de ese texto y que dice “¡Qué se le va a hacer!… ¡Hay que vivir!”.
¿Cómo seguir viviendo cuando el otro se ha ido con todas las respuestas? ¿Qué hacer cuando no se le habían formulado ninguna de las preguntas?
“… suponiendo que viva hasta los sesenta, ¡son todavía trece los que me quedan! (…) ¿Cómo vivir estos trece años?”, dice en algún momento el protagonista en el papel de Vania.
¿Será posible aceptar que ese otro al que conocemos es solo una parte y que hay también otro de ese otro que desconcierta, duele, y se muestra con otros? ¿Será posible ver al otro de uno mismo? ¿Será posible la piedad sobre sí, y también sobre el otro? La piedad podrá coser el velo rasgado de la realidad para que haya un lienzo donde proyectar una vida.
Con una duración de dos horas y cincuenta y nueve minutos, la trama parece más regida por Kairós que por Cronos. Dios de los momentos más que del tiempo, Kariós tiene como vara de medir una tercera dimensión que hace que el tiempo pueda pasar de ser eterno a ser tan fugaz como la arena en las manos de un niño. La dirección de Hamaguchi pone en juego de forma magistral esta dimensión, conduciendo al espectador más allá de ese Saab 900 turbo rojo, a una estación en la que la vida quedó suspendida, donde la sombra del ayer cae sobre los protagonistas en un presente de pura ficción. Así, previo al acontecimiento, el tiempo parece eternizarse a través de diálogos que en la superficie se muestran intrascendentes, con un habla que se ralentiza, con un silencio que puebla ciudades con una estética distópica, o en páramos donde no se ve “un alma”, en las que no se sabe qué época es, símbolos de una realidad en la que una ausencia se impone. Luego se acelera en un atravesar túneles, cruzar puentes y mares, y recorrer largos caminos solitarios. Hasta llegar a detenerse en un campo cubierto de nieve y huérfano de sonidos, en el que finalmente se puede nombrar, al menos en parte, lo hasta entonces silenciado. Y con ese acto, ponerse en marcha.
“Drive my car” es una película de una sensibilidad extraordinaria que los actores manifiestan a través de una expresividad minimalista como maestros en el arte de la sutileza; a propósito de lo cual, destacan el protagonista, Hidetoshi Nishijima, y la coprotagonista, Tôko Miura. Un cine a la altura del “séptimo arte”.
Bailarín, maestro, y coreógrafo, Fabián Irusquibelar fue parte de las principales compañías de tango y folklore. Tras seis años en el Ballet Folklórico Nacional junto a “El Chúcaro” y Norma Viola, pasó a acompañar a Roberto Herrera y Vanina Bilous en sus giras a Japón, junto con Natacha Poberaj. Pasó también por las compañías de los maestros Juan Carlos Copes y Oscar Araiz, y trabajó en muchas de las más importantes Casas de tango de Buenos Aires. Y con todo ese recorrido, Fabián nos cuenta que aún hoy necesita plantearse retos y desafíos como forma para mantener vivo al bailarín y el fuego que como tal lo habita.
Fabián Irusquibelar con Flavia Mercier durante la entrevista.
¿Tuviste siempre claro que querías dedicarte a la danza, al tango y al folklore, o fue algo con lo que te encontraste en la vida sin buscarlo?
Creo que siempre tuve claro que quería hacer algo dentro del arte y en el escenario. Por ejemplo: desde muy chiquito yo hacía el paso básico de folklore y zapateaba sin saber lo que hacía, nadie me lo había enseñado, mi papá y mi mamá no tenían nada que ver con el arte. Luego en la secundaria, me interesaba mucho el teatro también, y hacía teatro vocacional. En esa época, la preceptora de mi escuela, Rosana D’ Cristófaro, me lleva a la peña “La Fortinera” de Rauch -la ciudad donde yo nací, provincia de Buenos Aires-. En esa peña fue donde yo empecé a bailar folklore, hasta que pasé a formar parte del ballet de la institución.
¡Qué increíble! ¿Cómo era que podías hacer un zapateo o un paso básico sin haberlo visto antes? ¿Tenías un oído privilegiado? Y una destreza privilegiada…
El Chúcaro (Santiago Ayala) decía que había gente que sabía bailar, pero no era consciente de ello. Es como si lo tuvieran en el cuerpo y les saliera natural. Como aquellos que tocan un instrumento sin haber estudiado música.
Kant decía que eso les pasaba a los genios…(risas)… ¿Cómo fue tener al Chúcaro y Norma Viola como maestros? ¿Cómo fue estar en el Ballet Folklórico Nacional en aquella época?
Lo que más recuerdo es la inspiración que provocaban. Verlos como a lo que uno deseaba llegar a largo plazo en la carrera. El maestro era un poco más distante, y aun así era un gran inspirador. Él te decía: “cruce ese río lleno de cocodrilos”, y vos cruzabas, no te importaba nada. Norma hacía más el rol de la maestra. Creo que los dos eran conscientes de lo que significaban para nosotros, de su condición de ídolos, de que eran muy queridos y respetados por nosotros, y usaban eso para sacar de cada uno lo mejor, más de lo que vos sabías que podías dar.
Lo más importante que me enseñaron fue “lo sagrado” de esta profesión (con mucho énfasis). Todo aquel que tiene la oportunidad de vivir de lo que le gusta tiene que tener un respeto sagrado a su profesión. En este caso, un respeto sagrado al ensayo, al público, a tus colegas, nunca creerse más que nadie porque todos somos compañeros y nos tenemos que ayudar. Hoy bailás vos adelante y yo te doy soporte atrás, mañana me toca a mí y vos me das soporte.
Soy un eterno agradecido al Ballet Nacional. Me formó como bailarín, como profesional, más allá del conocimiento que traía de La Fortinera de Rauch. Me dio los amigos, me permitió vivir seis años maravillosos. Viajé, conocí todo la Argentina y Europa. Soy un eterno agradecido al maestro, El Chúcaro, a Norma Viola, a Nidia Viola, y a Roberto Herrera y a Titina Di Salvo -que eran, además de los primeros bailarines, los asistentes de dirección-, por todo lo que ellos nos enseñaron y exigieron. Todo eso nos formó muchísimo, nos dio un “golpe de horno”.
¿Cómo llegaste al Ballet Nacional?
Estaba bailando en la peña de Rauch, y se abrieron audiciones para el Ballet Nacional. Me presenté a las primeras audiciones que se hicieron, me seleccionaron y entré. Me seleccionaron en mayo y el 9 de julio, un mes después estábamos debutando con el Ballet Folklórico Nacional en el Teatro Colón.
¡Qué salto! Casi un salto al vacío.
Y sí ¡Imaginate lo que era! Más en esa época que venir del interior a la Capital no era como ahora. A mí me avisaron un miércoles que me habían seleccionado y me dijeron: “El lunes te tenés que presentar a firmar tu contrato en el Teatro Cervantes.” Hice un bolsito y paraBuenos Aires, a buscar donde vivir. Yo no tenía parientes, amigos, nada. Venía, además, con dos mangos con cincuenta, como todos; y empezamos a cobrar el sueldo a los dos meses. Era llegar a otro mundo, algo tan diferente que sentía casi como si tuviera que volver a aprender todo. El Ballet (Folklórico) Nacional no era un café literario, era una sala de entrenamiento donde dejábamos la vida. Ahí estábamos todos, dándole duro y parejo, seis o siete horas por día. Y aunque la disciplina no era nueva para mí -a esa altura ya sabía claramente lo que era ensayar, respetar los horarios, la responsabilidad, todo eso ya lo había aprendido en la peña de Rauch-; el Ballet tenía una importancia tremenda. Y más el estar con dos leyendas como el Chúcaro y Norma Viola. Pensá que unos años antes, allá por los ’60, ’70, u ’80 ellos habían sido furor. En las carteleras, “Santiago Ayala, el Chúcaro” iba en letras enorme, y al lado “Mercedes Sosa” o “Los Chalchaleros” escritos más chiquito.
«Lo más importante que me enseñaron fue «lo sagrado» de esta profesión. Todo aquel que tiene la oportunidad de vivir de lo que le gusta tiene que tener un respeto sagrado a su profesión. En este caso, un respeto sagrado al ensayo, al público, a tus colegas, nunca creerse más que nadie porque todos somos compañeros y nos tenemos que ayudar.«
¿Y cuándo empezaste a aprender tango? ¿Quiénes fueron tus maestros?
Ahí mismo en el Ballet Nacional empezamos con clases con Carlos Rivarola, dos veces por semana, más los ensayos de repertorio. Después vino Cacho (Rodolfo) Dinzel, gran maestro también, muy generoso. Y así empezamos a bailar en el Ballet Nacional con coreografías. Improvisar, no sabíamos.
Con el tiempo fui tomando clases con otros profesores, fuera del Ballet, y empecé a milonguear, para aprender a improvisar. Tomaba clases con Pepito Avellaneda en el “Café Max”, y después con otro gran maestro, Ricardo Barrios. Íbamos con Naty (Natacha Poberaj) porque estábamos empezando a bailar juntos. Empezábamos a hacer nuestras primeras “cositas” fuera del Ballet Nacional, siendo todavía compañeros dentro. En aquella época, cuando no teníamos ensayos del Ballet, ensayábamos con Natacha tres o cuatro horas bailando tango, practicando marcas, en su casa de Villa Pueyrredón.
Hasta que en el ’96 audicionamos y nos eligieron para irnos de gira a Japón con Roberto (Herrera), Vanina (Bilous). Entonces, dejamos el Ballet Nacional.
Fabián Irusquibelar con Natacha Poberaj.
¿Y qué te llevó a dejar un trabajo seguro en el Ballet Nacional, donde todo el mundo se mataba para entrar, para arriesgarlo todo para irte a Japón? Más allá que era Japón y que eran Roberto y Vanina, ¡eran sólo 3 meses!
Sentí que era una etapa cumplida y que necesitaba otra cosa. Si me preguntás qué, la verdad no sé; pero todo lo que podíamos dar o hacer ya lo habíamos hecho y todo lo que el Ballet Nacional nos podía dar, ya nos lo había dado. Me lo dio todo, pero era una etapa terminada. ¿Viste cuando te sale algo que te costó mucho y entonces decís: “¡Uy, qué bueno, me salió! ¿Sabés qué? Ahora quiero un poquito más”. Bueno, eso nos pasó.
¿Fue un punto de inflexión en tu carrera esa gira? ¿Se abrieron puertas después de esa gira?
Cuando volvimos a Buenos Aires después de la gira a Japón no teníamos ni un laburo partido por la mitad. Nada (con énfasis), cero. A pesar de que habíamos estado en el Ballet Nacional, tres meses con Roberto y Vanina, nada de eso te servía para nada. Había que empezar a hacer audiciones, y una, y otra, hasta que nos salió una gira a las islas Canarias, a Tenerife.
«…ha habido muchos momentos en los que he estado sin trabajo por no hacer algo que no me gustaba. Por suerte no duraban mucho, pero muchas veces terminaba un trabajo y no tenía otro. Además, porque siempre fui muy respetuoso de mis compañeros y no me ponía a llamar a nadie si sabía que en ese lugar estaba trabajando un compañero. En esta profesión no todo son rosas, si apostas a esto, esto viene con un combo...»
Después la primer Casa de tango a la que fuimos a trabajar con Naty fue una que se llamaba “La Veda”, que ya no existe más. Y después vinieron otras Casas de tango y después otra gira a Japón, una mega producción de EE. UU. y Japón, que fue «Nissan Tango Buenos Aires”. Esas cosas te iban también enseñando, porque veías que había más para crecer.
Otra etapa muy importante para mí fue entrar en la compañía del maestro (Juan Carlos) Copes. Eso fue muy lindo. También lo fue trabajar con el maestro Oscar Araiz, uno de los maestros de contemporáneo más reconocidos de Argentina. Sólo escucharlo cuando él creaba la obra, la coreografía, con nosotros en el escenario, ya fue un gran aprendizaje. Él traía ideas en la cabeza y te pedía que las hicieras. Ideas que eran hacer algo de una manera muy distinta a cómo la hacíamos nosotros. Era muy interesante cómo te explicaba los movimientos para que fueran creíbles, que no se vieran falsos. Y así se fue dando todo en un devenir.
Fabián Irusquibelar con Carla Córdoba.
¿Cómo ves en este momento al folklore o al tango?
Si te vas un poquito al interior la movida del folklore es impresionante. La cantidad de ballets y agrupaciones que hay, la cantidad de gente que hace cosas muy creativas. Los pibes están muy preparados, muy influenciados también por otras corrientes como la danza contemporánea. Hay diferentes escuelas artísticas. A mí me parece que el folklore goza de buena salud.
Y el tango también. Hace poco fui jurado del mundial de tango escenario, y se ven parejas que tienen muy buen nivel. De alguna manera te das cuenta de que todo ha crecido, todo ha evolucionado. Ya no se baila como hace veinte años atrás, mucho menos como hace treinta. Para nosotros los que bailamos hace tantos años es algo que nos obliga a estar atentos, a aggiornarnos. Con algunas cosas estaremos de acuerdo, con otras no, por supuesto, es una decisión artística, pero en general el nivel es bueno. Hay en este momento shows en las Casas de tango que son muy lindos, parejas que bailan fenómeno. Hablo, sobre todo de tango escenario, y de lo que veo en Buenos Aires. Hay también gente fuera de Argentina que trabaja muy bien.
«…Ahora existe una premura -que lo invade todo en la actualidad, no solo el tango-, por la que nos encontramos hoy y tenemos diez días para ensayar antes de una exhibición. Tampoco hay mucho de donde elegir, hay menos trabajo. Con lo cual, al final terminamos haciendo una coreografía que ya alguno de los dos sabe porque ya la hizo con otro, y así, de pareja en pareja, se van pasando la misma coreografía…»
¿Qué extrañás de antes?
A mí me gustaba la complejidad que tenían antes las cosas, desde cómo te ensañaban maestros como Todaro -yo no tomé clases con él, sí muchos de mis colegas- o Pepito Avellaneda. Las variaciones que armaba un Todaro en la clase, a vos te llevaba tres meses para que te saliera bien. Los boleos, los giros con la mujer al revés, los ganchos, etc., todo tenía un nivel de complejidad que vos decías: “¿De dónde la sacó a esta figura?”
Actualmente todo ha cambiado, se utilizan otros elementos en el escenario. No me gusta el exceso de trucos porque hace que el tango parezca otra danza. Me encanta el tango de piso que tenga truco porque me encantan los cambios de dinámicas, no me gusta que el tango se vuelva una concatenación de figuras aéreas. Parece que estuvieras haciendo acrobacias o “telas” (también conocida como danza área, fue originalmente una disciplina circense en las que se realiza acrobacias en el aire pendiente de una tela). No digo que esté mal, sólo que a mí no me parece muy interesante. Me parece más difícil bailar bien de piso y en dos o tres momentos de la coreografía meter un truco, no diez.
Otra cuestión que no me gusta es que ahora muchas parejas diferentes utilizan los mismas secuencias o pasajes coreográficos. Hay pasos que prácticamente todas las parejas los hacen, y casi igual, mientras que antes cada pareja tenía “su material”. Influye que han cambiado las condiciones de trabajo. Antes había mucho tiempo de trabajo previo para formar una pareja. No podías empezar hoy a ensayar y a la semana estar trabajando en “Señor Tango” (Casa de tango). Era imposible. Primero tenías que armar un producto que ofrecer. Ahora existe una premura -que lo invade todo en la actualidad, no solo el tango-, por la que nos encontramos hoy y tenemos diez días para ensayar antes de una exhibición. Tampoco hay mucho de donde elegir, hay menos trabajo. Con lo cual, al final terminamos haciendo una coreografía que ya alguno de los dos sabe porque ya la hizo con otro, y así, de pareja en pareja, se van pasando la misma coreografía.
¿Qué no le puede faltar a un bailarín de tango o de folklore?
Para mí el fuego interior. Esa furia que no tiene que ver con subirse al escenario y ponerse a gritar. Tal vez se aprecia en una mirada, o en una no mirada. En esos tres minutos vos tenés que hacerme creer algo que yo sé que es mentira. ¡Pero tenés que hacérmelo creer! Yo (público) tengo que vibrar con vos. Eso no le puede faltar a una persona que está bailando tango. Si está bailando folklore, ni hablar. Si es un malambista, ni hablar.
«…El baile me lo dio todo. ¿Con qué lo pagué? Con mi entrega total...»
«…Yo le di mi vida a esta carrera, yo le di todo. No me guardé nada...»
«…No estaría conforme conmigo si no lo hubiera al menos intentando...»
¿Eso se puede enseñar, o viene de fábrica?
Pregunta difícil, la verdad. Quizás grandes maestros o directores pueden encender eso en alguien que no sabía que lo tenía, aunque yo diría que hay algo que ya está en vos. Es algo que sale natural, no tanto que se activa porque estás en escena. Yo zapateo igual si me pongo ahora con un amigo. Me parece que hay algo que ya viene un poquito con vos y grandes maestros te pueden ayudar a potenciar. No es una tarea para cualquiera, es para GRANDES MAESTROS (“con mayúsculas”, señala), que saben qué te tienen que decir a vos para que eso se active y qué a mí. O saben que tal vez a mí es mejor que no me digan nada.
¿Lograste ser ese maestro para otros?
Trato de contagiar, con naturalidad, esa energía y ese compromiso por lo que hacemos. Aunque también, con los años he aprendido que no a todas las personas se les puede transferir eso. A veces es transferible y a veces no. Hay que respetar que hay otros que tal vez no lo sientan como vos, y lo respeto porque no es que esté mal, sólo que no les pasa lo mismo que a vos. No necesariamente a otro le funcionaría la forma en que yo hice mi carrera, no es algo replicable. Si lo fuera sería todo mucho más fácil.
¿Qué momentos de todas esas giras y Casas de tangos cuando los recordás te ponen “la piel de gallina”?
La noche del debut en el Teatro Colón con el Ballet Folklórico Nacional. Siempre recuerdo cuando se abrió el telón y quedaron las chicas. Y después se van las chicas y entramos nosotros con unas lanzas y yo me mandé como Alejandro Magno contra los persas (risas). Me mandé así porque estaba tranquilo, “confiado” (hace el gesto de las comillas), porque habíamos ensayado mucho. Lo cual no quita que fue una noche muy importante en nuestra carrera: fue nuestro debut, mi debut. Y no dejaba de ser el Teatro Colón. Imaginate lo que fue para mí que había venido hacía solo un mes de Rauch estar ahí con 2.000 personas aplaudiendo.
Otro recuerdo muy especial fue con Natacha (Poberaj) en la primera gira a Japón que hicimos con Roberto (Herrera) y Vanina (Bilous). Era muy emocionante cuando hacíamos el saludo final en esos teatros enormes, de 2.500 personas, llenos que no se veía el final, y nosotros ahí mirando, casi preguntándonos ¿Che, es cierto esto? (risas).
Los saludos finales de la noche de Cosquín con el Ballet (Folklórico) Nacional, con 10.000 personas ahí en la plaza. Cuando salíamos a hacer los malambos finales, que “tirábamos” en el escenario todo lo que quedaba y la gente rugía.
Todas esas son imágenes fuertes que te quedan gravadas en la retina. Por más que después vinieron otras giras y otras imágenes, esas las recuerdo muy claras. Lo que más: la gente, el público, ver cómo aplaudían, como gritaban.
Fabián Irusquibelar con Cristina Luizaga.
También recuerdo mucho “Tango Metrópolis” con Claudio Hoffman, Pilar Álvarez y Daniel Binelli, y todos los compañeros: Marijó Álvarez, Jorge Pahl, Verónica López, Tany Herrera, Verónica Vidán, Sergio Cortazzo, Omar Cáceres, Vidala Barboza, Sandra Bootz y Gabriel Ortega y otros en diferentes momentos. En esa época era tan lindo lo que pasaba arriba del escenario, como abajo. Yo estuve del 2003 al 2009, hacíamos un par de giras por año, así que compartimos mucho. Cuando trabajás con “amigotes” o personas con las que estás muy conectado, eso es como un trueno, te potenciás. ¿Viste esas reuniones de amigos en las que se potencian unos a otros y la cosa se pone cada vez más buena? Vos sentís que la cosa está saliendo bien. Se sentía en el público. Recuerdo el momento de los tambores que el teatro se venía abajo.
¿Y cómo se hace cuando falta ese rugir, esos aplausos, esos teatros que se vienen abajo?
A mí me ayudó mucho toda esa formación que tuve en los diferentes espectáculos en los cuales trabajé. Por eso pude trabajar en las Casas de tango, donde a veces hay 40, 50 personas. Yo salgo de la misma manera que cuando estaba en el Ballet Nacional o en una de esas giras. Siento el mismo respeto. Me digo siempre: “¡Ojo, que puede fallar, no te confíes! ¡No subestimes nada! Salí como en el Colón, o en Cosquín o en Japón.”
¿Qué te ha impulsado a cambiar de show o de compañía?
Por un lado, esta es una profesión en la que estamos sujetos al cambio: un espectáculo dura unas horas, un show una temporada. Por otro lado, yo no podría estar 20 años en el mismo show, creo que me secaría. Sentiría que no estoy aprovechando el tiempo. Me preguntaría por qué no cambio, por qué no me arriesgo, si tengo miedo. Hay que arriesgarse, y si perdés, perdés, pero hay que arriesgarse. Yo necesito renovarme, cambiar de coreografía, de show, volver a bailar folklore, volver a hacer un tango antiguo, o hacer un tango moderno con trucos que me exijan tener que hacer pesas porque ya no tengo la fuerza que tenía. En fin, desafiarme a mí mismo.
«…arriesgar vale, siempre es más fácil no arriesgar…»
¿Es el arriesgarse una condición necesaria para mantener vivo al artista y no convertirse en un empleado del baile?
Vos sabés que El Chúcaro decía: “El que nace con pasión para la danza abre un camino. El que no, es empleado de la danza.” (risas)
No me quiero hacer el “Robin Hood”, ni “Fabián el aventurero”, me gusta desafiarme a mí mismo, no compito con otro. En el fondo creo que mañana será mejor y me va a salir mejor, por eso quiero más. Tengo algo de adolescente en eso. Viste que cuando sos adolescente lo querés todo: querés estudiar abogacía y también jugar al futbol. Te querés poner de novio y a la vez irte a Europa. Es una mezcla de inconformismo y de querer siempre más.
Quiero más siendo coherente, sabiendo que las cosas se logran con esfuerzo y trabajo. Tampoco es la pavada, ¿no? Probar hacer algo, que no me salga a la primera, ni a la segunda, hasta que me salga. Me parece saludable para un bailarín que siempre tiene que actualizarse, ir siempre por más. Casi como si cada tanto se hiciera una transfusión de sangre nueva.
¿Con qué pagaste esta carrera? Y no me refiero al dinero ¿Qué dejaste por esta carrera? ¿Qué elecciones tuviste que hacer para tener esta carrera?
Yo le di mi vida a esta carrera, yo le di todo. No me guardé nada. No dejé para mí vacaciones, navidades, festejos, cumpleaños, aniversarios, nada. No lo tomo para nada como un sacrificio. Yo elegí esto, y lo hago y lo seguiré haciendo con mucho amor y mucha entrega. Yo sabía que si uno quiere algo uno tiene que ir por ello y a cambio uno va a tener que perderse algunas cosas. Tal vez te tengas que perder encuentros, salidas, jodas, no vas a poder hacer todo.
El baile me lo dio todo. ¿Con qué lo pagué? Con mi entrega total.
Fabián Irusquibelar con Verónica López.
¿Entregaste un Fabián no artista para que haya el Fabián artista?
Tal vez, no lo siento así. Tal vez, si yo no hubiese tomado las decisiones que tomé ni hubiese hecho el camino que hice, hoy estaría viviendo en Rauch, quizás con otra profesión. Pero yo estoy casi seguro de que con esa otra vida no hubiese sido feliz.
Imaginate que hubiera vidas paralelas ¿Qué le dirías a ese Fabián que se quedó en Rauch?
Le diría que es un cobarde porque no fue lo suficientemente valiente y no fue al frente, pasara lo que pasara. Si ese Fabián fuera feliz, le podría decir que lo respeto. Pero yo sé que este Fabián que ahora está hablando, si no hubiera intentado hacer lo que hizo, si no se hubiera subido a ese barco, no estaría pleno. Conociéndome como soy yo, sé que me recriminaría que lo tendría que haber hecho. Por lo menos, haberlo intentado. No estaría conforme conmigo si no lo hubiera al menos intentando.
En el mismo sentido, ha habido muchos momentos en los que he estado sin trabajo por no hacer algo que no me gustaba. Por suerte no duraban mucho, pero muchas veces terminaba un trabajo y no tenía otro. Además, porque siempre fui muy respetuoso de mis compañeros y no me ponía a llamar a nadie si sabía que en ese lugar estaba trabajando un compañero. En esta profesión no todo son rosas, si apostas a esto, esto viene con un combo.
«…El Chúcaro (Santiago Ayala) decía: ‘El que nace con pasión para la danza abre un camino. El que no, es empleado de la danza’…”
Y en esa realidad de universos paralelos, ¿Qué crees que te podría decir el Fabián del futuro?
Creo que me diría “bien” (en tono afirmativo), porque siempre fuiste al frente con lo que sentías. A lo mejor a veces ganaste y a veces perdiste, pero fuiste para adelante, te la jugaste y arriesgaste. Y arriesgar vale, siempre es más fácil no arriesgar.
¿Hubo algo que vos deseabas y no alcanzaste, aun habiendo arriesgado?
No siento que me hayan quedado cuentas pendientes. Pienso que si no me llegó es que tal vez no era para mí, o tal vez yo equivoqué el camino, o tal vez no estuve tan acertado en la toma de decisiones. Con eso estoy en paz.
Ahora bien, de cara al futuro, como soy una persona con mucha hambre de hacer cosas, de nuevos desafíos, sigo detrás de todas esas cosas que todavía no logré, siempre pensando que mañana va a ser mejor. Por momentos, todavía soy como el pibe de Rauch que vino solo con un bolsito y que tiene muchas ilusiones. Casi como si recién empezara.
Fabián Irusquibelar con Mayra Galante
El mismo pibe que aprendió de sus maestros a amar esta profesión como sagrada.
Yo soy muy agradecido de todo lo que me dio la carrera. Mi familia, mis amigos, mi casa, conocer el mundo. Soy agradecido a los maestros, a mis compañeras, sin ellas no sería nada. A vos que te tomas este tiempo para que yo cuente mi experiencia. Una experiencia que no sé si sirve a los demás, porque es intransferible.
¿Viste esa gente que te dice “una cosa es mi trabajo, otra cosa es mi vida”? Yo no lo puedo dividir, no lo sé dividir. Yo respeto a aquel que cuando termina la función se va a su casa a mirar una serie y no quiere oír más de tango ni de folklore. Yo, no puedo hacer esa división. Yo me despierto bailarín y soy bailarín las veinticuatro horas del día. Por eso esta charla es también parte de mi vida y de mi profesión. Si no estuvieras grabando y estuviéramos charlando en un bar tomándonos un café, mis respuestas serían las mismas.
Gracias Fabián, ha sido una charla muy linda, un placer.
Fabián Irusquibelar nos cuenta que lo más importante que le enseñaron dos GRANDES MAESTROS (así, con mayúsculas, como se señala a los realmente grandes) fue lo sagrado de su profesión. Destaca en ese sentido que todo aquel que tiene la oportunidad de vivir de lo que le gusta ha de tener por esto un respeto sagrado. Se refiere a los ensayos, al público, a los colegas.
Preguntado luego acerca de qué no le puede faltar a un bailarín, habla de un “fuego interior” que hace que el que está como espectador crea lo que ve, aun sabiendo que se trata de una ficción. Es cierto que lo que fascina muchas veces a aquellos que ven a los que están en el escenario es algo del orden del “arrojo”, del “atreverse”, en tanto el buen intérprete, para ser creíble, no reprime sus impulsos que se traducen en gestos. Así se les recomienda hacer en las clases de interpretación, porque son estos los que tiñen de verdad sus movimientos, o su parlamento en el caso de los actores. El que está inmóvil en la butaca asiste “expectante” (volviéndose así “espectador”) al despliegue en acto de lo que para la mayoría de los mortales queda reprimido: el deseo. La pregunta sobre cómo lo hace, cómo se atreve, es lo que sostiene la expectativa.
No se equivoca, entonces, nuestro entrevistado cuando señala que es mucho más difícil trasmitir con un gesto -como puede ser una mirada, o una no mirada como él describe- que con una sucesión de acrobacias. Ese despliegue acrobático llama la atención, sin duda. Puede incluso capturar la mirada, pero falla la mayoría de las veces en producir una imagen. El gesto tiene esa potencia. Él es una representación de un cúmulo de afectos, “la suma de una historia” dijo Jaques Lacan en alguna ocasión. Es un movimiento perfecto en tanto conforma un decir con aquello que las palabras no alcanzan a nombrar.
¿Y si lo sagrado fuese ese fuego interior? ¿Cómo hacer para mantenerlo encendido? Fabián Irusquibelar dice tener algo de adolescente por su mezcla de inconformismo y de querer siempre más, como aquel que lo quiere todo. Por tal anhelo sin límites podemos afirmar que la adolescencia suele estar signada por la búsqueda de lo imposible. La madurez se alcanza cuando se hace lugar al límite, a lo que no se puede. Por eso lo que ocurre en el escenario es una ficción en la que nos gustar creer. Hay algo casi épico en la escena, muy propio del romanticismo, el período más “adolescente” de la literatura, por decirlo así. Es una ficción al fin. Siempre hay límites externos o propios que hacen que no todo se pueda. Con eso hay que hacer. Si alguien lo duda, ahí está la pandemia para demostrarlo.
Sin embargo, Fabián aclara que quiere más sabiendo el esfuerzo y el trabajo que esto conlleva. Dice, además, que pagó todo lo que la carrera le dio, con una entrega total. Hay en este matiz algo muy interesante que gradúa el cristal con que se mira. El fuego sagrado se mantiene vivo con lo que se paga para que haya un deseo, para ir detrás de lo que de este queda por realizarse, con lo que se pone de sí para realizarlo y con lo que no se acepta porque lo contraría. Ahí se redimensiona el sentido de la disciplina de la que habla Fabián como parte de un trabajo sagrado. En ese sentido vale la pena arriesgarse como él insiste, como quien hace una apuesta. Jugársela para renovarse y también para ajustarse al camino que alumbra esa llama, llamada, del deseo. Cuidar esa llama de los vientos de la inmediatez y la falsa satisfacción es un trabajo sagrado.
Una vez más, Pedro Almodóvar aborda el misterio de lo femenino.
Misterio tan complejo y con tantas aristas, que es imposible abordar en una sola pasada. Varias películas y varios pases son necesarios para que empiece a formarse una imagen que diga algo del asunto.
En esta ocasión, como el nombre de la película lo anuncia, Almodóvar aborda ese misterio desde la maternidad. Incluso se podría decir que lo hace desde lo materno. La película lleva al espectador a interpelar ¿Qué es ser madre? ¿Qué actos la definen? ¿Es lo biológico lo que porta las respuestas o se trata de una función y es la responsabilidad de quién la asume lo que así lo define?
Pero la cosa no queda ahí. Si el espectador logra volverse oyente y escucha el mensaje que resuena entre los fotogramas, si hay apertura en la oreja para hacer una lectura de las imágenes, quizás llega la pregunta que la película vehiculiza, más allá de lo materno: ¿Qué es dar a luz?
A este respecto, la película aborda la cuestión de la verdad como una necesidad y un derecho, tanto para las personas como para los pueblos, de que lo verdadero “salga a la luz”. Muestra cómo lo ocultado se empecina una y otra vez en retornar, hasta que se le hace lugar. Fundamentalmente cuando el velo que lo cubre es un manto de mentiras que pone en juego la existencia, porque en esa trama la vida queda en todo, o en parte, abortada. Entonces se muestra cómo se vuelve necesario un acto que rasgue ese velo para reparar la trama. Así quizás haya algún hilo del que tirar y “otra historia” se pueda alumbrar; ya sea a nivel de historias personales o de una comunidad. Ya que, aun cuando “la” verdad puede ser inalcanzable y sólo a medias pueda nombrársela, una existencia sólo estará a la altura de su potencia cuando incluya algo de lo verdadero.
Trata, así, la película, también de la memoria como derecho. Del derecho al conocimiento de su pasado, al que tiene toda persona para dar sentido a su existencia. De la memoria histórica, a la que tienen derecho los pueblos para poder escribir una historia a la altura de la dignidad de sus muertos. No en vano, Pedro Almodóvar la definió como su película “más política”.
Destacan especialmente las actuaciones de Penélope Cruz y Milena Smit, dentro de un elenco de grandes actrices, como Aitana Sánchez Gijón y algunas habitués del universo Almodovariano.
Producida por “El deseo” y “Sony Pictures España”; “Madres paralelas” no es una película obvia, sino una que dice en el “entre” de su trama(do) mucho más que lo que sus escenas muestran.