Cuando la obra logra alcanzar lo sublime, el espectador puede quedar embelesado por la belleza que esta desprende y que lo invita a “de-morarse”. Como un bordado en el alma, el hechizo produce ecos en la interioridad que traen un más allá en un silencio, cerrando los ojos. La experiencia que los artistas nos trasmiten dice que esto ocurre cuando la estética apunta al acontecimiento y no al impacto inmediato de lo evidente. La danza se vuelve sublime cuando el artista no sucumbe, sino que incluso se resiste, al empuje al movimiento, porque es en la retención de ese gesto o paso deseado donde se expresa lo que no fue, pero pulsa por hacerse presente. El despliegue acrobático llama la atención, produce impacto, puede, incluso, capturar la mirada, pero falla la mayoría de las veces en producir una imagen. Esa imagen es la que se anida -y se anuda- en la interioridad del espectador. El gesto tiene esa potencia. Él es una representación de un cúmulo de afectos, “la suma de una historia”, como alguna vez la definió Jaques Lacan. Es un movimiento perfecto en tanto conforma un decir, englobando lo que las palabras no alcanzan a nombrar. De allí la dificultad para producir un gesto que conmueva, porque ha de ser signo privilegiado de la extimidad, aquello que en el exterior se reconoce como el más fiel reflejo de la interioridad de quien lo recibe, pero no sin que quien lo produce ponga en juego lo íntimo de sí.
En el imperio del “me gusta”, hoy se torna imperioso ofrecer lo que puede agradar e, incluso, satisfacer al público, con efecto inmediato. Se persigue producir efecto más que afecto. Esto constituye un problema para el arte porque, por otro lado, la seña de identidad de la época -como bien señala Byung-Chul Han- es lo pulido, aquello que desliza fácilmente sin oponer ningún obstáculo ni reparo. Se deprecia el obstáculo, desestimando su función como lo que evita pasar de largo, sin afectarse, porque, justamente, la sobrevaloración de lo pulido persigue la no resistencia. Bajo la tiranía del like, el “objeto” de arte tiende a desprenderse de lo que puede hacer “objeción”, lo que puede ofrecer una resistencia a las modas y producir un punto de ruptura en la cultura, porque incomoda.
Por otro lado, tomar como tutela del quehacer artístico a plataformas digitales que acumulan videos que se reproducen hasta el infinito impulsados por oscuras fórmulas que privilegian los pulgares erectos, tapona la emergencia de lo original. La obra de arte, o la composición coreográfica, no es más que un objeto desprendido de lo verdadero para el artista. Podríamos pensar el estilo como aquellos matices que el artista le imprime a su obra por lo que le afecta, instándole a desplegar eso afectado en arte. El estilo resulta, entonces, de una serie de elecciones, en tanto se prefiere algún rasgo, gesto, forma o modo, entre otros. Se trataría de una elección que pone en juego lo íntimo y que se expresa en una manera propia de sí. Por añadidura, su público se va conformado por quienes se conmueven con esos detalles destacados.
Podríamos definir el estilo artístico en términos de un “destilado de aromas y gustos” que le da un sabor singular al baile o a la interpretación musical, una atmosfera al cuadro, un regusto al poema. Cabe recordar que es gracias a los tiempos de cocción y de reposo que el sabor resulta de la amalgama de ingredientes, destilando un aroma que despierta el apetito. De igual manera, un conjunto de elementos técnicos, por excelentes que sean no serán suficientes para generar un estilo propio si no se le da el tiempo para que este decante. Es en el trayecto que el artista irá encontrándolo, cuando las dificultades le hagan conocer sus límites y pongan a prueba su deseo. Es el obstáculo, la piedra en el camino, lo que materna la creatividad.
La función del maestro será la de dar apoyo mientras acompaña, a modo de un andamio que podrá retirarse cuando la casa de los conocimientos se asiente sobre unos cimientos sólidos y la estructura se disponga de tal manera que sea un sitio habitable, un lugar donde habitar. En sus orígenes, la figura del pedagogo era la del que acompañaba al niño o niña a la escuela. Esa mano que guía no la podrá dar nunca una plataforma digital cargada de videos. Lo pedagógico, es el acompañamiento por parte del maestro de un recorrido que el discípulo tiene que realizar por sí mismo.
En definitiva, cuando el arte rinde vasallaje al dedo pulgar, la obra queda expuesta al riesgo de transformarse en un mero objeto de consumo, y las artes escénicas como la danza, quedan desprovistas de aquello que jalona el alma del espectador, reduciéndose a la pura exhibición, al puro espectáculo. La encrucijada es cómo sostener la apuesta artística en este mundo que se rige por baremos que le son tan contrarios.
Flavia Mercier
(Estas ideas resulta del entretejido de las reflexiones oportunamente publicadas en Patio de Artistas, con motivo de las entrevistas a Sergio Cortazzo y Silvia Carlino, Javier Gardella, Fabián Irusquibelar y Fernando Rodríguez y Estefi Gómez)