Destacada bailarina, maestra y coreógrafa de folklore, es también maestra de danzas clásicas y de danzas españolas, ha bailado flamenco y tango, y ha sido maestra de música. Una vida dedicada a la danza y la música, y especialmente a la enseñanza, en la que ha sabido disfrutar con la misma intensidad, tanto de sus propios logros como los de cada uno de sus alumnos y discípulos. Infinitamente generosa como apasionada, siempre ha buscado incansablemente la manera más apropiada para que cada uno de ellos pudiera desplegar lo mejor de lo que los hacía singular. En este sentido, esta entrevista debería ser leída por todo aquel que pretenda ocupar una función de enseñante.

¿Cómo llegaste al folklore?
Mi mamá bailaba folklore, y cuando yo tenía 5 años, como era muy inquieta, pensó: “a esta chica hay que hacerla estudiar algo.” ¡No me aguantaba! (risas), tenía demasiada energía. Así que me llevaron a una sociedad de fomento a hacer clases de folklore. Pero a mí no me alcanzaba con las clases, así que mi mamá me enseñaba más, me pulía. Después, claro, yo iba como un avión. Mi profesora empezó a llevarnos a mi compañero y a mí a los shows que hacía con los alumnos de su conservatorio. ¡Se armaba cada lío! Los padres de los otros chicos de la sociedad de fomento empezaron a quejarse, que ¿por qué siempre a nosotros? Con lo cual la profesora, Teresita Filsinger, le pidió a mi mamá que me llevara al conservatorio. Me llevó y empecé con folklore y guitarra.
Ahí descubrí las clases de “español” (danzas españolas), y le pedí a mi papá que quería hacerlas. “No podemos”, me dijo porque estaban construyendo la casa. “No me festejes más los cumpleaños”, le dije. Y al final lo convencí. Después vi las clases de clásico, pero ya no tenía cara para pedirles más clases. Entonces para el día del niño les pedí unas zapatillas de punta y que me pusieran un caño en el comedor, como si fuera una barra. Con eso empecé a practicar por mi cuenta, lo que veía que hacían en las clases, mientras esperaba que mi mamá me viniera a buscar. Hasta que un día, fui a la clase de español caminando con los talones. “Norma, ¿qué te pasa?”, me pregunta la profesora. Y le mostré. Tenía todos los dedos con ampollas explotadas, en carne viva. “¿Cómo te lo hiciste?” “Me regalaron las zapatillas de punta y practiqué lo que vi que hacían en la clase.” Ahí la llamó a mi mamá para que me dejara ir a las clases de clásico. Y cuando mi mamá le explicó que no podía, mi profesora le contestó que me becaba porque “ella tiene condiciones y tiene muchas ganas, no falta, y trabaja”, le dijo. Y me becó por un tiempo. Siempre le estaré agradecida a Teresita por esa actitud.
«Ahí descubrí las clases de “español” y le pedí a mi papá que quería hacerlas. “No podemos”, me dijo porque estaban construyendo la casa. “No me festejes más los cumpleaños”, le dije. Y al final lo convencí.»
Un deseo muy decidido Norma. Sacrificabas tus cumpleaños para lograrlo. Es todo un tema para un nene, o nena, hacer eso.
Sí, mis padres no entendían cómo yo podía hacer tantas cosas. Me la pasaba estudiando porque iba a la escuela también y terminaba tarde por las clases de danza, fundida. A veces pienso las horas de juego que perdí, salidas en la adolescencia, pero yo no encontraba otra cosa que me hiciera sentir así.
¿Te referís a la danza, o también al escenario?
Yo disfrutaba mucho, aunque no tuviera escenario, el sólo hecho de ponerme la ropa de baile. En ese momento, era yo, no me importaba nada. Ni competía con mis compañeras, ni nada. Creo que bailar me ayudó en la adolescencia. ¿Viste que uno en la adolescencia a veces puede sentirse que no es lo querría ser, o se siente feo, o inseguro? A mí el baile me hizo sentir segura de mí misma. Cuando uno sabe manejar su cuerpo uno se siente segura.
¿Y qué inclinó la balanza para el folklore?
Porque me llamaron unas chicas para hacer zapateo. Y a mí, curiosa como los gatos, todo lo que fuera nuevo me podía. Ahí lo conocí a Tony Martínez. Ellos eran “Malambo 5”, y conmigo éramos tres parejas. Tony, Fernando Correa, Martín González, Marisa Coslovich, Adriana Calcagno y yo. Empezamos a armar coreografías y así nació el ballet folklórico “El Ceibal”. A mí me encantaba lo que Tony proponía, porque eran cosas nuevas. Él venía de la Escuela de Danzas Tardío.
Se juntaron dos personas muy creativas, Tony Martínez y vos.
El creativo era Tony. Lo que pasaba es que yo lo podía seguir en todo, porque había hecho otras danzas, mientras que mis compañeros sólo bailaban folklore. Tony tenía clásico como yo, y también jazz. En aquel entonces yo ya era profesora de folklore, español y clásico. Y como siempre fui muy insistente, yo trabajaba con mis compañeras los movimientos que a ellas no les salían. Yo les decía “si yo lo puedo hacer, vos lo podés hacer. Hay que ponerle voluntad y se puede”.

¿Ahí descubriste tu vocación para la enseñanza?
¡No! Yo no pensaba en eso en aquel momento. Era la pasión que me salía y un deseo de que todo saliera perfecto. Es más, yo nunca pensé que iba a terminar siendo docente de música para jardín de infantes.
Pero yo hice muchas cosas que no me había imaginado. Con “El Ceibal” viajamos mucho, e hicimos varias presentaciones de televisión. Por ejemplo, participamos de “El show de la vida”, de Canal 13. Me acuerdo una vez que hicimos “La pasión de Cristo”, en Parque Lezama con todo vestuario de Canal 13. Después, cuando ya dirigía el “Miguel de Güemes”, tuve un programa de televisión en un canal local de General Pacheco. Llevábamos músicos y, a veces, abría o cerraba el programa parte del ballet.
¿Y qué te llevó a irte de “El Ceibal” para armar el ballet “Miguel de Güemes”?
Me fui porque tenía internamente otras cosas para hacer, cosas que quería cambiar. Para mí lo que estábamos bailando era muy estilizado y yo quería ir un poco más a las raíces. Y busqué a los más chicos de “El Ceibal” porque se les veían las ganas de aprender. Estaban ávidos de saber. Veía en ellos las mismas ganas que tenía yo. Y tampoco les iba a decir a mis compañeros qué hacer. Yo recién empezaba.
«Yo siempre les decía: ‘Si ustedes se equivocan, ¡no importa! Mientras están en el escenario ustedes son los mejores’. Así se sale. Y se ve ya cómo te parás, ni bien empieza la música. Después cuando bajás podés volver a ser humilde. No podés estar todo el tiempo dentro de ese personaje.»
¿Y por qué la gente quería ser parte del ballet “Miguel de Güemes”?
No lo sé. Creo que porque pisaba fuerte el ballet. Para mí era porque hacíamos una estilización sin perder las raíces. Hubo un momento que en la zona éramos muy conocidos. Al principio éramos cuatro parejas: Brenda Ifram, Estela Ávalos, Claudia Cabrera y yo, Diego Villanueva, Jorge Pahl, Sergio Pacheco y Fernando Deglise, con quien dirigíamos juntos el ballet. Y después se fue sumando más gente, fue un poco un boom. Recuerdo que fueron 70 bailarines que pasaron por el ballet. Fernanda Pelleacani, Verónica Rodríguez, Analía Molina, Verónica Gaeto, Lucía Picart, Andrea Bean, Carlos Villalba, Andrés y Mario Petróngolo, Marcelo Grassi, Héctor Brandan, Silvia Gómez, Omar Moyano -mi hermano-, Julio Vallejos, Maximiliano Deguise, y tantos más. Obviamente no los recuerdo a todos ahora.

¿A qué te referís exactamente con “una estilización sin perder las raíces”?
Por ejemplo: que en un arresto se miren entre ellos, la pareja, que expresen amor. No todo técnica y golpe de cabeza. Para mí en un arresto hay que expresar amor.
No olvidar que esos movimientos en su origen son la representación de un cortejo.
Claro. Depende también de lo que trasmite la música, la letra. ¡Sentí! Creo que la gente veía que aprendían mucho y, sobre todo, que eran libres. Trabajábamos un estilo, pero sin dejar de ser libres bailando. Y cuando se bajaban del escenario se los veía felices, que se la pasaban bien.
«…yo nunca tuve delante el signo pesos, a mí me podía la pasión. Lo único que me movió a mí siempre y me hizo hacer tantas cosas fue la pasión.»
Pero, ¿por qué la gente quería bailar con Norma Moyano?
Si me diferencié en algo creo que fue en que nunca tuve egoísmo. Para mí estaba bien que hoy estuvieran conmigo y mañana con otro. Lo entendí como parte de esto. Y entendía el esfuerzo que hacían los bailarines porque yo misma ponía todo en el ballet. El día que dejé el “Miguel de Güemes”, con mi sueldo me compré una moto. Antes no podía, porque todo lo invertía en el ballet. Yo siempre tuve que elegir, incluso de chica. O un zapato de baile o uno para salir. Y siempre elegí el zapato de baile.
Así como mis padres me apoyaron en todo para que bailara, yo estaba mucho “ahí” (con énfasis), al lado de los bailarines. Había chicos que quizás no tenían tantas condiciones, pero le ponían muchas ganas (énfasis). Así que yo laburaba mucho con ellos, los alentaba. Les decía: “dale que podemos”. Sostener ¿me entendés? Si a un bailarín le costaba algo, yo lo hacía venir un par de horas antes del ensayo y por supuesto que no le cobraba. Y yo sabía que en otros ballets esas clases sí se cobraban. Pero yo nunca tuve delante el signo pesos, a mí me podía la pasión. Lo único que me movió a mí siempre y me hizo hacer tantas cosas fue la pasión. Había chicos que venían de lejos, era un sacrificio para sus padres. Por ejemplo, me acuerdo de Javier Gardella, que actualmente es el director y coreógrafo del ballet “Los Potros – Malambo”. Lo traían de lejos, y era muy chiquito, pero tenía muchas condiciones.
¿En qué sentido jugaba la pasión en esa enseñanza?
Para poder sacar del bailarín todo lo que podía dar. Buscar sacar lo mejor de él. Que se le fuera la angustia. Yo siempre les decía:” Si ustedes se equivocan, ¡no importa! Mientras están en el escenario ustedes son los mejores”. Así se sale. Y se ve ya cómo te parás, ni bien empieza la música. Después cuando bajás podés volver a ser humilde. No podés estar todo el tiempo dentro de ese personaje.

¿Y por qué cuando te fuiste del Miguel de Güemes no volviste a montar un ballet?
Porque fue un corte, yo me sentía mal, necesitaba alejarme, así que me alejé. Dejé de ir a las peñas, dejé de dar clases. Hasta que un día en una peña me encontré con el Chuly (Raúl) García -el que fue guitarrista de Horacio Guaraní-, y me dice: “¿Vos sabés que sos una gran egoísta, no?” “¿Por qué me decís esto Chuly?”, le dije. “Porque vos sabés tanto y te lo guardás.” Me hizo pensar y a los meses decidí volver a dar clases en mi estudio. Hicimos una gran fiesta de reinauguración, vinieron muchísimos bailarines, músicos, mucha gente que me conocía como bailarina.
A veces me dicen, cuando voy a las peñas: “Norma tendrías que armar un ballet”, no sé, a veces lo pienso. Me acuerdo hace unos años atrás, volví un tiempo a “El Ceibal” a tomar clases, y me propusieron volver a formar un ballet para concursar y que yo bailara con Tony Martínez, pero yo no quise. En aquel momento sentí que yo ya había hecho eso, que no podía volver a hacer lo mismo. Es cierto que también yo estaba trabajando doble turno, tenía muchas obligaciones. Quizás hoy me lo pensaría. No sé.

¿Y por qué desmontaste el estudio? ¿Por qué ya no diste más clases?
Para poder montar ahí un estudio de música, para Gustavo (Díaz, su esposo, percusionista), y para mí. Y porque me di cuenta de que venía gente que no era perseverante, que tampoco lo iban a aprovechar. Pensé que era un momento de mi vida para ser más egoísta, para pensar en mí, y volví a tomar clases.
En esa época empecé a tomar clases de tango con Roberto Canelo, particulares. Hasta que empecé a preguntarle que más podía hacer, qué otras clases tenía. Y él me decía: “Vos tenés mucho potencial. Tenés que ir a la Universidad del Tango”. Fui e hice la carrera de 4 años. Fue duro, iba todos los días y trabajaba doble turno, llegaba a mi casa a la madrugada y me levantaba a las 7 cada día para ir a la escuela. ¡Pero lo terminé! Tuve los mejores maestros. Lo tuve a Rodolfo Dinzel, Gabriel Soria, Cristian Batista, Daniel López, Nancy y Osmar Odone como profesores; y también iban milongueros muy mayores que tenían el tango en la piel, historiadores, autores de libros, Héctor Negro. Hermosa experiencia. Me acuerdo que Rodolfo Dinzel me insistía siempre para que hiciera más clases en su escuela.
¿Cómo encarabas la enseñanza de la música con niños de jardín de infantes?
Y… ¡tenés que tener “power”! Porque, aunque era maestra de música, trabajaba con el cuerpo. Siempre estaba buscando con qué estimularlos. Llevaba música de mi casa, Jaime Torres, por ejemplo, y muchos instrumentos. Después los jardines, como veían los logros, compraban; así que los chicos tocaban instrumentos de verdad. Llevaba música de Enya para hacerlos relajar. Tenía nenes que se dormían. Las maestras me decían: “¡Ay, Norma! ¿No querés ir a la sala a ver si duermen un poquito más?” (risas). Otras veces me preguntaban “¿puedo ir con la otra clase también?”, “¡Sí, claro, no tengo ningún problema!”. Me sentía bien, los podía manejar.
“¡Qué capacidad que tenés para manejarlos!”, me decían. Pero, yo estudié mucho. Tomé clases hasta con escritoras de cuento, hice el Conservatorio Superior de Música y me recibí de Maestra de música con especialización en jardín de infantes. Y siempre estaba investigando. Me acuerdo cuando escuché esa canción en lengua qom, “Cacique Catán” que pensé “¡Ay, cómo me rompió la cabeza! ¡Qué buen tema! ¿Será difícil para los chicos? Si no lo intento, no lo voy a saber.” Y me propuse intentarlo para el día de los pueblos originarios. Tres meses antes empecé a entusiasmarlos llevando los instrumentos. Les enseñé los colores de la bandera Whipala. Ahí tuve que investigar, buscar, necesitaba aprender. Y resultó ser una cosa hermosa (con énfasis) ¡Qué placer! Los padres lloraban. Hicimos una clase abierta para que vean la capacidad de los chicos y que los que los limitan son los adultos.
«Con pasión, sí o sí vas a encontrar la herramienta para llegar. Si no sale, buscá la forma. Cuando doy clases puedo ser obsesiva para que al otro le salga. (…) Yo quería que les saliera y buscaba todas las formas y todas las metodologías para que lo logren. Y siempre, con todos mis alumnos, yo intentaba encontrarla de acuerdo a las necesidades de cada uno, porque la meta no era la misma para todos.»
Si tuvieras que enseñar a alguien a enseñar ¿Cuáles son las claves?
Primero que te guste lo que querés enseñar. Después que lo hagas con el corazón, con pasión, eso fue lo único que me movió siempre a mí. Con pasión, sí o sí vas a encontrar la herramienta para llegar. Si no sale, buscá la forma. Cuando doy clases puedo ser obsesiva para que al otro le salga. Hasta cuando enseñaba a adultos. Yo quería que les saliera y buscaba todas las formas y todas las metodologías para que lo logren. Y siempre, con todos mis alumnos, yo intentaba encontrarla de acuerdo a las necesidades de cada uno, porque la meta no era la misma para todos.
¿Cuál fue el momento más significativo que te acordás de toda tu carrera?
Cosquín (con énfasis). A los pocos meses que formamos el “Miguel de Güemes”, nos fuimos a concursar a Tandil. Y la verdad es que éramos unos bebés de pecho. Pero yo no me sentí muy apabullada. Al contrario, sólo sentí que tenía mucho por hacer y apoyar a los bailarines. Y al año nos presentamos al pre-Cosquín en la sub-sede de provincia de Buenos Aires y ganamos y fuimos a Cosquín. Eso fue un momento muy importante para mí porque dije: “entonces, tan errada no estoy”. Fuimos varias veces a Cosquín y llegamos a la final.
Otro momento lindo fue cuando, unos años después de que me fui del “Miguel de Güemes”, me surgió la posibilidad de participar de Cosquín, como asistente de Pintos, el organizador. Ahí coincidí con Jorge Pahl (discípulo y ex integrante del ballet “Miguel de Güemes”) que en esa época bailaba tango escenario con Analía Morales. Ellos ya se estaban por volver y yo les dije: esperen. Fui a recorrer todas las peñas hasta que les conseguí una exhibición. Y fue un boom, querían que siguieran, pero querían pagarles muy poco. Y dije, no, no, no. Fui otra vez a recorrer todas las peñas, hasta que llegué a la peña oficial de “Los Nocheros”, que recién habían salido revelación. Y les conseguí un contrato, y Jorge me pidió que me quedara con ellos. Yo me encargaba que tuvieran todo organizado para hacer bien el show, y después que terminaban de bailar, yo salía a las peñas. Ahí conocí a “Los Tekis”, Sergio Galleguillo, a “Los Amigos”, compartía cena a las 5 de la mañana con “Los Nocheros”, ¡Impagable fue esa gira!
¿Crees que la nena que le decía a su papá que no le festejara sus cumpleaños para poder hacer clases de danza, estaría contenta hoy si te viera?
¡Sï! Si volviera a empezar haría lo mismo. Lo único que no haría, es rechazar algunas cosas que rechacé por ser “tan” responsable. Sería un poco menos responsable, porque en el fondo las quería hacer.
«Yo siempre tuve que elegir, incluso de chica. O un zapato de baile o uno para salir. Y siempre elegí el zapato de baile.»
¿Y por qué no las hiciste?
Porque me las ofrecían cuando yo estaba comprometida con el ballet Miguel de Güemes. Por ejemplo: el Ballet de Salta. Marina Gímenez (directora) me dijo “este lugar es tuyo, Norma”. “No, no puedo. Soy la directora de un ballet, tengo que ir a Bahía Blanca. Yo no les puedo hacer eso a mis bailarines”. Con el Ballet de Brandsen pasó algo parecido. Cuando murió mi mamá yo tomaba clases con ellos -a escondidas de mi compañero, porque me mataba si se enteraba-; porque yo lo necesitaba para recomponerme, nutrirme, porque estaba muy triste, me sentía vacía. Lo único que me estimulaba era crecer, y para eso necesitaba que alguien me mirara a mí, porque yo me la pasaba mirando a los demás. Yo iba como si no supiera nada, me ponía atrás de todo, y la profesora me pasaba adelante y me decía: ¡Ay que capacidad! ¡Qué bueno! Y eso me estimulaba. Necesitaba ese estímulo, ese mimo.
Pero Norma, tus bailarines, esos a los que no podías fallar, ¡sí, te miraban! ¿Por qué si no, cuando vos dejaste el Miguel de Güemes, se fueron la mitad de ellos?
Bueno, de eso yo no me di cuenta. Yo vivía muy pendiente de ellos. Por ejemplo, cuando estábamos en Cosquín, yo cuidaba que duerman, que si iban a nadar no fuera mucho tiempo, porque era importante que descansaran para que rindan cien por cien. Pero, por otro lado, los domingos les hacía traer algo para compartir después del ensayo, para que se divirtieran, se rieran y así perdían la vergüenza entre ellos. O sea, dejarles que crearan una cosa muy unida, pero marcando. Había que marcar porque si no era un descontrol. Y yo tenía miedo también que se hicieran mal. Y también porque había que cuidar la imagen del ballet. ¡Éramos el Miguel de Güemes! (con énfasis).
Era necesario poner un borde que evitara el desborde, que estuvieran contenidos para que el desborde fuera sólo en el escenario.

Volviendo a la pregunta ¿Valió la pena tanto sacrificio? ¿Qué obtuviste a cambio?
Ser feliz. Con sacrificios, pero feliz. Satisfacción. Saber que dejé algo, algo por lo que en algún momento se van a acordar de mí. Sí, sí, valió la pena. No me veo de otra forma. Eso era lo que tenía hacer. Y es cómo yo lo sentía.
Lo mío es la pasión. Sin pasión, no soy yo. He hecho muchas cosas, pero nada fue fácil. Hay gente que tiene facilidad. Mi marido, por ejemplo, tiene facilidad para todo. En cambio, yo todo lo logré con trabajo. Tanto si una profesora me marcaba algo para corregir o porque yo me miraba en el espejo. Y como soy perseverante, lo logro.
Además, si estoy enojada o tengo problemas, lo único que a mí me desconecta de esa realidad que me pone mal, es conectarme con mi cuerpo. No solamente a través de la danza. Hace 1 año y medio estoy haciendo CPC (Conocimiento Corporal Consciente). Siempre estoy en búsqueda de algo. No sé qué es, sigo buscando. Conocer más mi cuerpo, qué cosas pueden pasarle, qué movimientos puede hacer o qué movimientos me pueden hacer mal. Yo creo que al que le gusta bailar, siempre está en búsqueda de algo. Por eso sigo trabajando, tomando clases. Por ejemplo, hace 1 año más a o menos, también fui a hacer danza mecanizada (contemporáneo) con Silvina Pereyra -bailarina del Colón-, porque yo quería saber qué era, porque a mí me mata la curiosidad, aunque no me daban los tiempos porque estaba todavía trabajando doble turno y estaba ya haciendo flamenco con Juan Ayala.
¿Qué te quedó por hacer?
Bailar tango con mi marido. En su momento Gustavo me lo había planteado. Pero él estaba en su mejor momento con la música. Y yo sentía que no podía hacer que deje ese momento de él porque yo quería tal cosa. Y él tiene una carrera importante, toca con Diego Arolfo, fue percusionista de Toño Rearte, Coqui Sosa y Shalo Leguizamón, estuvo también con Peteco.
Pero eso lo hiciste con todos. Me parece que vos obtenés una gran satisfacción en hacer que el otro sea. Es lo más cercano a la maternidad. Es una forma simbólica de “dar a luz”. Diste a luz a artistas. La pregunta es si eso sólo lo hiciste con los demás o, de alguna manera, a través de otros te fuiste “dando a luz” a vos misma, cada vez.
Visto de esa forma, parece que lo he hecho por los demás. Pero yo creo que soy una persona muy egoísta. Yo decidí no tener hijos para no postergarme como artista. Y porque cuando me metí en la docencia, a los 21 años, vi el mal que le hacían los padres a sus hijos por exceso de amor o por falta de amor.
O sea, que tu decisión de no tener hijos fue también una muestra de responsabilidad y generosidad como todas las decisiones de tu carrera.
A mí la danza me lo dio todo, incluso a mi marido. Con Gustavo nos conocimos en una peña porque Toño nos hizo bailar una zamba. Así comenzó todo. Y cinco años después estaba esperando ese 25 de mayo para bailar con él, mirándonos y cortejándonos con el movimiento del pañuelo. Hacen ya 17 años que nos casamos y es el día de hoy que todavía cuando bailo una zamba con él, el corazón se me acelera y nos emocionamos.

Muchas gracias Norma, ha sido un placer y un gran aprendizaje de vida esta entrevista.
Norma Moyano pasa de bailarina a maestra como una consecuencia natural de su deseo de pasarle a otro su saber, consciente del esfuerzo que conlleva ganarlo, cuando ve brillar en esos ojos las ganas de bailar. Como si en un espejo se mirase, parece reconocer a la niña que una vez fue y que en su afán por bailar no dudó nunca sobre sus prioridades. Frente a ese reflejo de las propias ganas, se volvía solidaria del deseo del otro, al punto de donarle, sin titubear y sin nadar en la abundancia, clases gratuitas. De esas clases cobró importancia la figura de la maestra. Hasta entonces sólo contaba con la intuición que nacía de su pasión, pero su orientación era todavía una apuesta a verificar. En cierto modo, de esa entrega sin precio, supo obtener como ganancia para sí el autorizarse como enseñante. Un plus que luego aprovechó para ejercer como maestra de música, una actividad que no había imaginado que haría.
Al escuchar su relato, uno se pregunta si esta mujer que no tuvo hijos no dio a luz a tantos artistas a los que les alumbró una carrera, a la vez que se iba “ganando la vida” resurgiendo por nacimientos sucesivos. Dar a luz implica más que un parto, requiere también rescatar de las sombras aquello que pudo haber quedado invisibilizado o silenciado, y hacerle lugar en la donación de un “presente”. Norma alentaba a sus alumnos a sacar fuera, a poner en el escenario, ese deseo que ella nombra como pasión o “ganas”. Y a la vez cuenta cómo ella inventaba recursos para hacer posible su sueño.
Advirtió muy tempranamente lo fundamental de mantener vivo el fuego de esa pasión para poder atravesar los momentos difíciles o aquellos en que los aplausos no resuenan. Al calor de esa lumbre, emprendía el trabajo de extraer del bailarín “todo” lo que podía dar, despejando el horizonte de nubes de angustia con los destellos de la fe en sí mismos, tan necesaria para afirmarse en el escenario.
Las funciones de maternazgo y paternazgo son funciones de acompañamiento y tutela. Incluyen albergar y abrir la puerta para salir a jugársela. Generar las condiciones para que el deseo de vida, de tener una vida, se manifieste, facilitando que el campo de la existencia pueda alcanzar fronteras distantes de lo doméstico. Dar herramientas con las que enfrentarse a los límites y acompañar para hacer de ese obstáculo una señal que discierna un camino posible. La crianza adquiere la dimensión de un proceso por el que se “habilita el crecimiento”, cuando sostener no es retener y acompañar la emancipación no es empujar ni expulsar, ya que siempre se podrá volver a casa cuando sea necesario. De similar manera, Norma nos cuenta que entendía que sus alumnos o bailarines pudieran marcharse y luego volver, cómo les acompañaba para que se expresaran con la singularidad de cada uno, y cómo les contenía cuando bajaban del escenario, armando un borde que habilitara el desborde artístico.
Norma nos enseña cómo se construye una ética basada en la responsabilidad subjetiva, aquella por la cual el sujeto se hace responsable de su deseo y es consecuente con este en sus actos, siendo así la ética lo que permite elegir lo que hace bien ante los avatares del azar. Ella que, como bien dice, siempre tuvo que elegir. Y puesta a elegir entre un zapato de salir o uno de baile, siempre eligió el de baile. En el mismo camino fue cediendo las celebraciones de sus cumpleaños, las horas de juego en la infancia o las salidas de la adolescencia. Y ante la disyuntiva de brillar como bailarina o que brillara su ballet, supo calzarse bien los zapatos de directora, con la misma generosa responsabilidad que pueden asumir una madre o un padre. A cambio concluye que todo sacrificio está pago con haber sido feliz.
Flavia Mercier